lunes, 23 de marzo de 2015
SANTO TORIBIO
Nació en Mayorga, España, en 1538.
Los datos acerca de este Arzobispo, personaje
excepcional en la historia de Sur América, producen asombro y maravilla.
Los historiadores dicen que Santo Toribio fue uno de
los regalos más valiosos que España le envió a América. Las gentes lo llamaban
un nuevo San Ambrosio, y el Papa Benedicto XIV
dijo de él que era sumamente parecido en sus actuaciones a San Carlos
Borromeo, el famoso Arzobispo de Milán.
Toribio era graduado en derecho, y había sido nombrado
Presidente del Tribunal de Granada (España) cuando el emperador Felipe II al
conocer sus grandes cualidades le propuso al Sumo Pontífice para que lo
nombrara Arzobispo de Lima. Roma aceptó y envió en nombramiento, pero Toribio
tenía mucho temor a aceptar. Después de tres meses de dudas y vacilaciones
aceptó.
El Arzobispo que lo iba a ordenar de sacerdote le
propuso darle todas las órdenes menores en un solo día, pero él prefirió que le
fueran confiriendo una orden cada semana, para así irse preparando debidamente
a recibirlas.
En 1581 llegó Toribio a Lima como Arzobispo. su
arquidiócesis tenía dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia,
Chile y parte de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella
había toda clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de
kilómetros cuadrados.
Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42 años y se
dedicó con todas sus energías a lograr el progreso espiritual de sus súbditos.
La ciudad estaba en una grave situación de decadencia espiritual. Los
conquistadores cometían muchos abusos y los sacerdotes no se atrevían a
corregirlos. Muchos para excusarse del mal que estaban haciendo, decían que esa
era la costumbre. El arzobispo les respondió que Cristo es verdad y no
costumbre. Y empezó a atacar fuertemente todos los vicios y escándalos. A los
pecadores públicos los reprendía fuertemente, aunque estuvieran en altísimos
puestos.
Las medidas enérgicas que tomó contra los abusos que
se cometían, le atrajeron muchos persecuciones y atroces calumnias. El callaba
y ofrecía todo por amor a Dios, exclamando, "Al único que es necesario
siempre tener contento es a Nuestro Señor".
Tres veces visitó completamente su inmensa
arquidiócesis de Lima. En la primera vez gastó siete años recorriéndola. En la segunda
vez duró cinco años y en la tercera empleó cuatro años. La mayor parte del
recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos casi intransitables, pasando
de climas terriblemente fríos a climas ardientes. Eran viajes para destruir la
salud del más fuerte. Muchísimas noches tuvo que pasar a la intemperie o en
ranchos miserabilísmos, durmiendo en el puro suelo. Los preferidos de sus
visitas eran los indios y los negros, especialmente los más pobres, los más
ignorantes y los enfermos.
Logró la conversión
de un enorme número de indios. Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre
rezando. Al llegar a cualquier sitio su primera visita era al templo. Reunía a
los indios y les hablaba por horas y horas en el idioma de ellos que se había
preocupado por aprender muy bien. Aunque en la mayor parte de los sitios que
visitaba no había ni siquiera las más elementales comodidades, en cada pueblo
se quedaba varios días instruyendo a los nativos, bautizando y confirmando.
Celebraba la misa con gran fervor, y varias veces
vieron los acompañantes que mientras rezaba se le llenaba el rostro de
resplandores.
Santo Toribio recorrió unos 40,000 kilómetros
visitando y ayudando a sus fieles. Pasó por caminos jamás transitados, llegando
hasta tribus que nunca habían visto un hombre blanco.
Al final de su vida envió una relación al rey
contándole que había administrado el sacramento de la confirmación a más de
800,000 personas.
Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro
en son de batalla, pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron
todos de rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que
les daba.
Santo Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y
obispos de América en Sínodos o reuniones generales para dar leyes acerca del
comportamiento que deben tener los católicos. Cada dos años reunía a todo el
clero de la diócesis para un Sínodo y cada siete años a los de las diócesis
vecinas. Y en estas reuniones se daban leyes severas y a diferencia de otras
veces en que se hacían leyes pero no se cumplían, en los Sínodos dirigidos por
Santo Toribio, las leyes se hacían y se cumplían, porque él estaba siempre
vigilante para hacerlas cumplir.
Nuestro santo era un gran trabajador. Desde muy de
madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: "Nuestro gran
tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la
vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos
empleado nuestro tiempo".
Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres
todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le
recomendó: "Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que
Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme".
Cuando llegó una terrible epidemia gastó sus bienes
en socorrer a los enfermos, y él mismo recorrió las calles acompañado de una
gran multitud llevando en sus manos un gran crucifijo y rezándole con los ojos
fijos en la cruz, pidiendo a Dios misericordia y salud para todos.
El 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en
una capillita de los indios, en una lejana región, donde estaba predicando y
confirmando a los indígenas.
Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que
entonaran el salmo que dice: "De gozo se llenó mi corazón cuando escuché
una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron: vamos a la
Casa del Señor".
Las últimas palabras que dijo antes de morir fueron
las del salmo 30: "En tus manos encomiendo mi espíritu".
Su cuerpo, cuando fue llevado a Lima, un año después
de su muerte, todavía se hallaba incorrupto, como si estuviera recién muerto.
Después de su muerte se consiguieron muchos milagros
por su intercesión. Santo Toribio tuvo el gusto de administrarle el sacramento
de la confirmación a tres santos: Santa Rosa de
Lima, San Francisco
Solano y San Martín de
Porres.
El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726.
Y toda América del Sur espera que este gran santo e
infatigable apóstol, quizás el más grande obispo que ha vivido en este
continente, siga rogando para que nuestra santa religión se mantenga fervorosa
y creciente en todos estos países.
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