San Peregrino
no era ciertamente un ignorante. Hijo de una familia noble y rica, oriundo de
Falerone, diócesis de Fermo, hoy provincia de Ascoli Piceno; una ciudad de las
Marcas que trae el nombre de la destruida ciudad romana Faleria, en el valle de
Tenna, entre Amándola y Monte Giorgio.
En Bolonia
había estudiado filosofía y derecho canónico, y era profundamente versado en
las ciencias sagradas y profanas. Sin embargo, cuando Peregrino se presentó a
San Francisco, oyó que le decía: “Tú servirás a Dios en la humilde condición de
hermano religioso y te aplicarás sobre todo a la práctica de la humildad”.
Peregrino
tomó la profecía de San Francisco como un mandato, y durante toda su vida quiso
permanecer en la modesta condición de religioso hermano, entregado a los
servicios más humildes y a menudo oculto en los conventos más pobres y
escondidos.
Según decir
de Fray Bernardo de Quintaval, fue, entre los primeros discípulos de San
Francisco, uno de los religiosos más ejemplares.
Inflamado
en sagrado fervor, buscó el martirio a manos de los infieles, y como el mismo
San Francisco, pasó el mar para ir a Tierra Santa en medio de los musulmanes.
El martirio a manos de los mahometanos, considerados entonces como los “mata
cristianos” por antonomasia, era con frecuencia la devota aspiración de muchos
hermanos. En realidad y en circunstancias normales los árabes, especialmente en
Tierra Santa, eran tolerantes y respetuosos para con los huéspedes cristianos,
y más con los misioneros.
En el caso
de Peregrino, más bien faltó poco para que naciera a su alrededor la veneración
precisamente por parte de los musulmanes.
Y no podía
ser de otro modo, frente a aquel frailecito descalzo que visitaba los lugares
santos con el libro de los evangelios en la mano, esparciendo en todas partes a
raudales lágrimas de compasión y piedad.
Vuelto a
Italia, Peregrino de Falerone volvió a esconderse en los lugares más ocultos y
en los conventos más alejados. Pero por más que se hiciera pequeño y humilde,
la luz de su santidad resplandecía aun desde debajo del celemín y destellaba en
el brillo de los milagros que se le atribuyeron en vida.
En los
últimos años de su vida, todavía joven, vivió en el convento de San Severino
Marcas y allí murió en 1233. Sepultado en la iglesia de los Cistercienses, La
Madonna de las Luces.
Nuevos
milagros acaecidos en su sepulcro, hicieron aún más amado y venerado su
recuerdo.
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