Catalina Ulfsdotter, más conocida con el nombre de Catalina de
Suecia, era la segunda de los ocho hijos de Santa Brígida, la gran mística
sueca que influyó tanto en la historia, en la vida y en la literatura de su
país, mucho más que la real compatriota Cristina que llenó con sus rarezas las
crónicas mundanas de la Roma del Renacimiento. Brígida y su hija Catalina
unieron también sus nombres a la ciudad de Roma, pero con otros méritos.
Catalina nació en 1331, y muy jovencita se casó con Edgar von
Kyren, de noble familia y sobre todo de nobles sentimientos, pues consintió al
deseo de la joven y graciosa esposa de observar el voto de continencia e,
inclusive, con emulación conmovedora en la práctica de la virtud cristiana de
la castidad, también él hizo este voto.
Catalina, claro que no para hacer más fácil el cumplimiento del
voto, a los 19 años se reunió con su madre en Roma, con ocasión de la
celebración del Año Santo. Aquí le llegó a la joven la noticia de la muerte del
esposo.
Desde este momento la vida de las dos extraordinarias santas
transcurre por el mismo binario: la hija participa con total dedición en la intensa
actividad religiosa de Santa Brígida, quien había fundado en Suecia una
comunidad de tipo cenobítico, en el pueblito de Vadstena, para acoger en
conventos separados de clausura hombres y mujeres bajo una regla de vida
religiosa inspirada en el modelo del místico Bernardo de Claraval. Durante el
período romano que se prolongó hasta la muerte de Santa Brígida, el 23 de julio
de 1373,
Catalina estuvo continuamente junto a la madre, en las largas
peregrinaciones que emprendió, frecuentemente entre graves peligros, de los que
las dos santas salieron ilesas por intervención sobrenatural.
A Santa Catalina se la representa frecuentemente junto a un
ciervo, que, según la leyenda, apareció varias veces misteriosamente para
ponerla a salvo.
Después de llevar el cadáver de la madre a la patria, en 1375
Catalina entró al monasterio de Vadstena, del que fue elegida abadesa en 1380.
Acababa de regresar de Roma, en donde había estado nuevamente
cinco años para seguir de cerca el proceso de beatificación de la madre, que
terminó positivamente en 1391.
Según una leyenda, Catalina, aleó a Roma de un desbordamiento
del río Tíber.
El Papa Inocencio VIII permitió el solemne traslado de las
reliquias: pero será la unánime y universal devoción popular la que le decreta
el título de santa y le celebra la fiesta el día aniversario de la muerte, el
24 de marzo de 1381.
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