Conocemos la vida del abad Antonio, cuyo nombre significa
"floreciente" y al que la tradición llama el Grande,
principalmente a través de la biografía redactada por su discípulo y admirador,
san Atanasio, a fines del siglo IV.
Este escrito, fiel a los estilos literarios de la
época y ateniéndose a las concepciones entonces vigentes acerca de la
espiritualidad, subraya en la vida de Antonio -más allá de los datos
maravillosos- la permanente entrega a Dios en un género de consagración del
cual él no es históricamente el primero, pero sí el prototipo, y esto no sólo
por la inmensa influencia de la obrita de Atanasio.
En su juventud, Antonio, que era egipcio e hijo de
acaudalados campesinos, se sintió conmovido por las palabras de Jesús, que le
llegaron en el marco de una celebración eucarística: "Si quieres ser
perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres..."
Así lo hizo el rico heredero, reservando sólo parte
para una hermana, a la que entregó, parece, al cuidado de unas vírgenes
consagradas.
Llevó inicialmente vida apartada en su propia
aldea, pero pronto se marchó al desierto, adiestrándose en las prácticas
eremíticas junto a un cierto Pablo, anciano experto en la vida solitaria.
En su busca de soledad y persiguiendo el desarrollo
de su experiencia, llegó a fijar su residencia entre unas antiguas tumbas.
¿Por qué esta elección? Era un gesto profético, liberador. Los hombres de su
tiempo -como los de nuestros días - temían desmesuradamente a los cementerios,
que creían poblados de demonios.
La presencia de Antonio entre los abandonados
sepulcros era un claro mentís a tales supersticiones y proclamaba, a su manera,
el triunfo de la resurrección. Todo -aún los lugares que más espantan a la
naturaleza humana - es de Dios, que en Cristo lo ha redimido todo; la fe
descubre siempre nuevas fronteras donde extender la salvación.
Pronto la fama de su ascetismo se propagó y se le
unieron muchos fervorosos imitadores, a los que organizó en comunidades de
oración y trabajo. Dejando sin embargo esta exitosa obra, se retiró a una
soledad más estricta en pos de una caravana de beduinos que se internaba en el
desierto.
No sin nuevos esfuerzos y desprendimientos
personales, alcanzó la cumbre de sus dones carismáticos, logrando conciliar el
ideal de la vida solitaria con la dirección de un monasterio cercano, e incluso
viajando a Alejandría para terciar en las interminables controversias
arriano-católicas que signaron su siglo.
Sobre todo, Antonio, fue padre de monjes,
demostrando en sí mismo la fecundidad del Espíritu. Una multisecular colección
de anécdotas, conocidas como "apotegmas" o breves ocurrencias que nos
ha legado la tradición, lo revela poseedor de una espiritualidad incisiva, casi
intuitiva, pero siempre genial, desnuda como el desierto que es su marco y
sobre todo implacablemente fiel a la sustancia de la revelación evangélica. Se
conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas principales confirman las que
Atanasio le atribuye en su "Vida".
Antonio murió muy anciano, hace el año 356, en las
laderas del monte Colzim, próximo al mar Rojo; al ignorarse la fecha de su
nacimiento, se le ha adjudicado una improbable longevidad, aunque ciertamente
alcanzó una edad muy avanzada.
La figura del abad delineó casi definitivamente el
ideal monástico que perseguirían muchos fieles de los primeros siglos.
No siendo hombre de estudios, no obstante, demostró
con su vida lo esencial de la vida monástica, que intenta ser precisamente una
esencialización de la práctica cristiana: una vida bautismal despojada de
cualquier aditamento.
Para nosotros, Antonio encierra un mensaje aún
válido y actualísimo: el monacato del desierto continúa siendo un desafío: el
del seguimiento extremo de Cristo, el de la confianza irrestricta en el poder
del Espíritu de Dios.
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