sábado, 1 de noviembre de 2014

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS



La Iglesia nos manda echar en este día una mirada al cielo, que es nuestra futura patria, para ver allí con San Juan, a esa turba magna, a esa muchedumbre incontable de Santos.


Figurada en esas series de 12,000 inscritos en el Libro de la Vida, -con el cual se indica un número incalculable y perfecto- y procedentes de Israel y de toda nación, pueblo y lengua, los cuales revestidos de blancas túnicas y con palmas en las manos, alaban sin cesar al Cordero sin mancilla


Cristo, la Virgen,  los nueve coros de ángeles, los Apóstoles y Profetas, los Mártires con su propia sangre purpurados, los Confesores, radiantes con sus blancos vestidos, y los castos coros de Vírgenes forman ese majestuoso cortejo, integrado por todos cuantos acá en la tierra se desasieron de los bienes caducos y fueron mansos, mortificados, justicieros, misericordiosos, puros, pacíficos y perseguidos por Cristo.


Entre esos millones de Justos a quienes hoy honramos y que fueron sencillos fieles de Jesús en la tierra, están muchos de los nuestros, parientes, amigos, miembros de nuestra familia parroquial, a los cuales van hoy dirigidos nuestros cultos.

Ellos adoran ya al Rey de reyes y Corona de todos los Santos y seguramente nos alcanzarán abundantes misericordias de lo alto.  


Esta fiesta común ha de ser también la nuestra algún día, ya que por desgracia son muy contados los que tienen grandes ambiciones de ser santos, y de amontonar muchos tesoros en el cielo.


Alegrémonos, pues, en el Señor, y al considerarnos todavía bogando en el mar revuelto, tendamos los brazos, llamemos a voces a los que vemos gozar ya de la tranquilidad del puerto, sin exposición a mareos ni tempestades.


Ellos sabrán compadecerse de nosotros, habiendo pasado por harto más recias luchas y penalidades que las nuestras.


Muy necios seríamos si pretendiéramos subir al cielo por otro camino que el que nos dejó allanado Cristo Jesús y sus Santos.

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