La Iglesia nos manda echar en este día una mirada al cielo, que es
nuestra futura patria, para ver allí con San Juan, a esa turba magna, a esa muchedumbre
incontable de Santos.
Figurada en esas series de 12,000 inscritos en el Libro de la Vida, -con
el cual se indica un número incalculable y perfecto- y procedentes de Israel y
de toda nación, pueblo y lengua, los cuales revestidos de blancas túnicas y con
palmas en las manos, alaban sin cesar al Cordero sin mancilla.
Cristo, la Virgen, los nueve coros de ángeles, los Apóstoles y
Profetas, los Mártires con su propia sangre purpurados, los Confesores,
radiantes con sus blancos vestidos, y los castos coros de Vírgenes forman ese
majestuoso cortejo, integrado por todos cuantos acá en la tierra se desasieron
de los bienes caducos y fueron mansos, mortificados, justicieros,
misericordiosos, puros, pacíficos y perseguidos por Cristo.
Entre esos millones de Justos a quienes hoy honramos y que fueron
sencillos fieles de Jesús en la tierra, están muchos de los nuestros,
parientes, amigos, miembros de nuestra familia parroquial, a los cuales van hoy
dirigidos nuestros cultos.
Ellos adoran ya al Rey de reyes y Corona de todos los Santos y
seguramente nos alcanzarán abundantes misericordias de lo alto.
Esta fiesta común ha de ser también la nuestra
algún día, ya que por desgracia son muy contados los que tienen grandes
ambiciones de ser santos, y de amontonar muchos tesoros en el cielo.
Alegrémonos, pues, en el Señor, y al considerarnos
todavía bogando en el mar revuelto, tendamos los brazos, llamemos a voces a los
que vemos gozar ya de la tranquilidad del puerto, sin exposición a mareos ni
tempestades.
Ellos sabrán compadecerse de nosotros, habiendo
pasado por harto más recias luchas y penalidades que las nuestras.
Muy necios seríamos si pretendiéramos subir al
cielo por otro camino que el que nos dejó allanado Cristo Jesús y sus Santos.
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