La Madre Cabrini fue la menor de una familia de trece hijos. Nació cerca
de Pavia, Italia, en el año 1850.
Una de sus hermanas mayores era maestra de escuela
y la formó en la estricta disciplina, lo cual le fue muy útil después para toda
su vida.
Desde muy pequeña al oír leer en su familia la
Revista de Misiones, adquirió un gran deseo de ser misionera. A sus muñecas las
vestía de religiosas, y fabricaba barquitos de papel y los echaba a las corrientes
de agua y les decía: "Por favor, vayan a países de misiones a llevar
ayudas". Para apagarle un poquito su gran deseo de irse de misionera le
dijeron que en tierras de misiones no había dulces ni caramelos, entonces
empezó a privarse de los caramelos que le regalaban, para irse acostumbrando a
no comer dulces.
A los 18 años obtuvo el grado de profesora. Quiso
entrar de religiosa en una comunidad pero no la aceptaron porque era de
constitución muy débil y de poca salud. Pidió entrar a otra comunidad y tampoco
la aceptaron por las mismas razones. Entonces se fue de maestra a una escuela
que dirigía un santo sacerdote, el Padre Serrati.
Y aquél sacerdote se dio cuenta muy pronto de que
la nueva maestra de su escuela tenía unas cualidades muy especiales para
hacerse querer del alumnado y lograr que sus discípulas se volvieran mejores. Y
la recomendó para que fuera a dirigir un orfanato llamado de la Divina
Providencia, el cual estaba a punto de fracasar por no tener personas bien
capaces que lo dirigieran. Al Sr. Obispo le pareció que era una excelente
directora y hasta le aconsejó que tratara de fundar una comunidad de religiosas
para que le ayudaran en el apostolado.
El Sr. Obispo le dijo un día: "Me dice que su
gran deseo ha sido siempre ser misionera. Pues le aconsejo que funde una
comunidad de misioneras. Yo no conozco ninguna comunidad para esa labor tan
santa y admirable".
Y Francisca reunió siete compañeras de trabajo y
con ellas fundó en 1877 la Comunidad de Misioneras del Sagrado Corazón. A los
10 años de fundada la comunidad fue a Roma a tratar de obtener la aprobación
para su congregación, y el permiso para fundar una casa en Roma. En la primera
entrevista con el Cardenal Parochi, Secretario de Estado, éste le dijo que la
comunidad estaba muy recién fundada y que todavía no se le podían conseguir
semejantes permisos. Pero el Cardenal quedó tan admirado de la bondad y
santidad de la fundadora que en la segunda visita ya le dio la aprobación y le
pidió que en Roma fundara no sólo una casa para niñas huérfanas, sino dos: una
escuela y un orfanato.
En aquel tiempo eran muchísimos los italianos que
se iban a vivir a Norteamérica, pero allí, por falta de asistencia espiritual
corrían el peligro de perder la fe y abandonar la religión. El Arzobispo de
Nueva York le pidió personalmente que enviara sus religiosas a ese país a
enseñar religión. Ella estaba dudosa porque más bien deseaba que se fueran al
extremo oriente, a China. Pero consultó con el Sumo Pontífice León Trece y él
le dijo: "No a oriente, sino a occidente". Con esto entendió que sí
debían ir a Norteamérica.
NUEVA YORK
El 31 de marzo de 1889 Santa Francisca llegó con
seis de sus religiosas a Nueva York.
A Nueva York y sus
alrededores habían llegado recientemente unos 50,000 italianos. La mayoría de
ellos no sabían ni siquiera los diez mandamientos. Sólo 1,200 iban a misa los
domingos.
Al llegar a Nueva York se
encontraron con que las señoras que habían prometido ayudar a conseguir la casa
para ellas no habían conseguido nada, y tuvieron que pasar su primera noche en
un hotelucho de mala muerte, sucio y destartalado. Y al presentarse al
arzobispo éste les dijo desanimado: "No se les pudo conseguir casa. Así
que lo mejor que pueden hacer es devolverse otra vez a Italia". Pero la
Madre Francisca, que era valiente y tenía una gran fe, le respondió: "No,
señor arzobispo, el Sumo Pontífice nos envió para acá, y acá nos vamos a
quedar". El arzobispo se quedó admirado del valor de la monjita y del
apoyo que le ofrecían a ella desde Roma y les consiguió entonces alojamiento en
una casa de religiosas.
Y a los pocos meses ya la
Madre Cabrini había logrado conseguir una buena casa, buscando ayudas entre los
bienhechores, y poco antes de un año ya pudo ir a Italia, llevando las dos
primeras novicias norteamericanas para su comunidad. De vuelta se trajo varias
religiosas más y fundó su primer gran orfanato junto al Río Hudson.
La comunidad empezó a extenderse
admirablemente en Italia y en América. La Madre Cabrini en penosos y largos
viajes fundó una casa en Nicaragua y otra en Nueva Orleáns. En esta ciudad norteamericana
los italianos vivían en condiciones infrahumanas, y la presencia de las
misioneras fue de enorme provecho para esas pobres gentes.
Las grandes obras que emprendió
demuestran que Francisca Cabrini fue una mujer extraordinaria. Su inglés lo hablaba
con acento italiano lo que le concedía una gracia especial, y que en cualquier
parte donde llegaba la señalaba como una extranjera. Pero ello no le impidió
ser amada y estimada por toda clase de personas en los Estados Unidos. Los que
trataban con ella de asuntos económicos, en grande escala muchas veces se
quedaban admirados de las capacidades tan impresionantes que esta mujer tenía
para salir adelante aun con las obras más difíciles.
Era sumamente disciplinada, como
desde muy pequeñita le había enseñado a ser su hermana. Algo que nunca pudo
aceptar fue que la gente abandonara la religión católica, que es la
verdadera, para irse a formar parte de sectas protestantes que enseñan tantos
errores. Esto la hizo sufrir mucho, porque en Norteamérica, los católicos eran
una escasa minoría y los protestantes, halagándolos con ofertas económicas, los
hacían pasarse a sus sectas y al par de años, como esas religiones quitan todas
las devociones, se volvían unos verdaderos paganos, sin más dios que el dólar.
Contra esto luchó ella fuertemente durante toda su vida.
Otro pecado contra el cual luchaba
duramente era el concubinato, la unión libre. Y hasta llegó a prohibir que en
sus colegios recibieran a las hijas de los que públicamente vivían dando
escándalo por su concubinato o su unión libre. Muchos la criticaban por esto,
pero su conciencia no le permitía dejar en paz a los que hacían pública
profesión de pecado. No aceptaba el vivir sirviendo al mismo tiempo a Dios y al
diablo.
La Madre Cabrini había nacido para
gobernar. Procuraba vivir al día con las buenas ideas modernas y no se cerraba
a lo nuevo por puro capricho por lo pasado. Pero lo nuevo que era escandaloso
lo rechazaba valientemente sin más ni más. Era inflexible para hacer cumplir
los reglamentos y para exigir buen comportamiento, pero al mismo tiempo se
hacía amar por su gran bondad. A sus religiosas les repetía: "No olvidemos
que seguimos al Buen Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, que es manso y humilde
de corazón. Jamás echemos una cucharada de amargura en la vida de los demás. No
seamos duras ni bruscas con nadie. Que los que nos traten se vayan siempre
contentos de haber sido tratados muy amablemente por nosotras".
En 1892, al cumplirse el cuarto
centenario del descubrimiento de América, fundó en Nueva York una gran obra:
"El hospital Colón". Luego fundó nuevas casas de su comunidad en
Costa Rica, Brasil, Buenos Aires, Panamá, Chile e Italia. Cuando le decían que
no emprendiera la fundación de una obra porque iba a encontrar enormes dificultades,
respondía: "Pero, quién es el que va a llevar esta obra al éxito:
¿nosotras o Dios?", y emprendía la fundación.
Durante doce años estuvo viajando
por diversos países fundando casas de su congregación. Ella podría ser nombrada
patrona de los viajeros internacionales. Y en su tiempo el viajar era mucho más
complicado y difícil que ahora. Su amor por los pobres y su deseo de salvar
almas y de hacer conocer y amar más a Dios la llevó de un sitio a otro del
mundo, aunque fueran muy distantes. De Río de Janeiro a Roma, de Francia a
Inglaterra y de Italia a Norteamérica. Todo por extender el reino de Dios.
La comunidad, que había empezado
con ella y siete hermanas, ya contaba con mil religiosas, enseñando en escuelas
gratuitas y orfanatos, y atendiendo en hospitales y otras obras de caridad.
Hasta los presos de la peor cárcel de Estados Unidos, la cárcel de Sing-Sing,
la proclamaban su bienhechora.
Durante los últimos siete años se
sentía muy agotada y con una salud muy deficiente pero no por eso dejaba de
trabajar incansablemente promoviendo sus obras de caridad y de evangelización.
Y el 22 de diciembre de 1917 murió de repente, más quizás por agotamiento de
tanto trabajar, que por edad, pues sólo tenía 67 años. Sus restos se conservan
en el colegio Cabrini en Nueva York.
Ella fue la primera ciudadana
norteamericana declarada santa por el Sumo Pontífice. Nadie que no hubiese
tenido una gran santidad y un inmenso amor a Dios y al prójimo habría podido
llevar a cabo obras tan grandes como ella logró realizar.
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