La
intercesión celestial de la Madre de la divina gracia
María es madre de la humanidad en
el orden de la gracia.
El concilio Vaticano II destaca este papel de
María, vinculándolo a su cooperación en la redención de Cristo.
Ella, “por decisión de la divina Providencia, fue
en la tierra la excelsa Madre del divino Redentor, la compañera más generosa de
todas y la humilde esclava del Señor” Con estas afirmaciones, la constitución
Lumen gentium pretende poner de relieve, como se merece, el hecho de que la
Virgen estuvo asociada íntimamente a la obra redentora de Cristo, haciéndose
“la compañera” del Salvador “más generosa de todas”.
A través de los gestos de toda madre, desde los más
sencillos hasta los más arduos, María coopera libremente en la obra de la
salvación de la humanidad, en profunda y constante sintonía con su divino
Hijo.
El Concilio pone de
relieve también que la cooperación de María estuvo animada por las virtudes
evangélicas de
la obediencia, la fe, la esperanza y la caridad, y se realizó bajo el influjo
del Espíritu Santo. Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le
deriva el don de la maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la
obra de la redención, que incluye la regeneración espiritual de la humanidad,
se convierte en madre de los hombres renacidos a vida nueva.
Al afirmar que María es “nuestra madre en el orden
de la gracia” el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se
limita solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en
sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo” (Jn 19,26)
Efectivamente, con estas palabras el Crucificado,
estableciendo una relación de intimidad entre María y el discípulo predilecto,
figura tipológica de alcance universal, trataba de ofrecer a su madre como
madre a todos los hombres. Por otra parte, la eficacia universal del sacrificio
redentor y la cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de
Cristo, no tolera una limitación de su amor materno.
Esta misión materna universal de María se ejerce en
el contexto de su singular relación con la Iglesia. Con su solicitud hacia todo
cristiano, más aún, hacia toda criatura humana, ella guía la fe de la Iglesia
hacia una acogida cada vez más profunda de la palabra de Dios, sosteniendo su esperanza,
animando su caridad y su comunión fraterna, y alentando su dinamismo
apostólico.
María, durante su vida
terrena, manifestó su maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy
breve. Sin
embargo, esta función suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está
destinada a prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo.
El Concilio afirma expresamente: “Esta maternidad
de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento
que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la
cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos” (Lumen
gentium, 62)
Ella, tras entrar en el reino eterno del Padre,
estando más cerca de su divino Hijo y, por tanto, de todos nosotros, puede
ejercer en el Espíritu de manera más eficaz la función de intercesión materna
que le ha confiado la divina Providencia.
El Padre ha querido poner
a María cerca de Cristo y en comunión con él, que puede “salvar
perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para
interceder en su favor” (Hb 7,25): a la intercesión sacerdotal del Redentor ha
querido unir la intercesión maternal de la Virgen.
Es una función que ella ejerce en beneficio de
quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y, sobre
todo, de la salvación eterna: “Con su amor de madre cuida de los hermanos de su
Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que
lleguen a la patria feliz.
Por eso la santísima Virgen es invocada en la
Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen
gentium, 62). Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano,
ayudan a comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del
Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.
El título de “Abogada” se
remonta a san Ireneo.
Tratando de la desobediencia de Eva y de la obediencia de María, afirma que en
el momento de la Anunciación “la Virgen María se convierte en Abogada” de Eva.
Efectivamente, con su “sí” defendió y liberó a la
progenitora de las consecuencias de su desobediencia, convirtiéndose en causa
de salvación para ella y para todo el género humano. María ejerce su papel de
“Abogada”, cooperando tanto con el Espíritu Paráclito como con Aquel que en la
cruz intercedía por sus perseguidores (Lc 23,34) y al que Juan llama nuestro
“abogado ante el Padre” (1 Jn 2,1). Como madre, ella defiende a sus hijos y los
protege de los daños causados por sus mismas culpas. Los cristianos invocan a
María como “Auxiliadora”, reconociendo su amor materno, que ve las necesidades
de sus hijos y está dispuesto a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está
en juego la salvación eterna.
La convicción de que María está cerca de cuantos
sufren o se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a
invocarla como “Socorro”. La misma confiada certeza se expresa en la más
antigua oración mariana con las palabras: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre
de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”
(Breviario romano).
Como mediadora maternal, María presenta a Cristo
nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos,
intercediendo continuamente en nuestro favor.
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