Es el
relato de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe al Beato Juan Diego,
indígena azteca, ocurridas del 9 al 12 de diciembre de 1531. Escrito
originalmente en la lengua náhuatl, todavía en uso en varias regiones de
México. Las dos palabras iniciales Nican Mopohua se han usado por antonomasia
para identificar este relato, aunque muchos documentos indígenas comienzan
igual. El título completo es: "Aquí se cuenta se ordena como hace poco
milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios,
nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe". Es la principal
fuente de nuestro conocimiento del Mensaje de la Sma. Virgen al Beato Juan
Diego, a México y al Mundo.
Se narra la
Evangelización de una cultura por la intervención de Dios y de la Santísima
Virgen. Leyendo entre líneas y más, desde la óptica náhuatl, se percata uno de
cómo esta Evangelización empapó hasta las más íntimas fibras de la cultura
pre-hispánica.
Se lleva a
cabo la unión de dos pueblos irreconciliables. En la plenitud de los tiempos
para América aparece María Santísima portadora de Cristo. Hay una
identificación de lo esencial de la Biblia: Cristo, centro de la Historia-
(Juan 3,14-16) con lo esencial del Nican Mopohua y con lo esencial del mensaje
glífico de la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe: el Niño Sol que lleva en
su vientre Santísimo.
La Virgen
que pide un templo para manifestar a su Hijo. El Beato Juan Diego, vidente y
confidente de la Sma. Virgen. El Obispo Fr. Juan de Zumárraga a cuya Autoridad
se confía el asunto. El Tío del Beato Juan Diego, sanado milagrosamente. Los
criados del Obispo que siguen al Beato Juan Diego. Lo espían. La ciudad entera
que reconoce lo sobrenatural de la imagen y entrega su corazón a la Sma. Virgen.
PRIMERA APARICIÓN
Era sábado muy de madrugada cuando Juan Diego venía
en pos del culto divino y de sus mandatos a Tlatilolco.
Al llegar junto al cerrito llamado Tepeyacac,
amanecía; y oyó cantar arriba del cerro; semejaba canto de varios pájaros;
callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les
respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepasaba al del coyoltótotl y
del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego para ver y dijo para sí:
"¿Por ventura soy digno de lo que oigo?, ¿Quizás sueño?, ¿Me levanto de
dormir?, ¡Dónde estoy?, ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los
viejos, nuestros mayores?, ¿Acaso ya en el cielo?"
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del
cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial.
Y así que cesó repentinamente y se hizo el
silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrito y le decían: "Juanito,
Juan Dieguito."
Luego se atrevió a ir a donde le llamaban. No se
sobresaltó un punto, al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a
ver de dónde le llamaban.
Cuando llegó a la cumbre vio a una señora, que
estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.
Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su
sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que
posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras
preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y
otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar parecían de esmeralda; su
follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy
suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.
Ella le dijo: "¿Juanito, el mas pequeño de mis
hijos, dónde vas?"
El respondió: Señora y Niña mía, tengo que llegar a
tu casa de México Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan
nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor". Ella luego le
habló y le descubrió su santa voluntad. Le dijo: "Sabe y ten entendido, tú
el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del
verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo: Señor del cielo
y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él
mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra
piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a
los demás amadores míos que me invoquen y en mi confíen; oír allí sus lamentos
y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al
palacio del Obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que
deseo, que aquí me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has
visto y admirado, y lo que has oído.
Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo
pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y
fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi
mandato hijo mío el mas pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo."
Juan Diego contestó: Señora mía, ya voy a cumplir
tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo."
Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a
la calzada que viene en línea recta a México."
SEGUNDA APARICIÓN
Habiendo
entrado sin delación en la ciudad, Juan Diego se fue en derechura al palacio
del obispo que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba Fray
Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó trató de verle;
rogó a sus criados que fueran a anunciarle. Y pasado un buen rato, vinieron a
llamarle, que había mandado el señor Obispo que entrara.
Luego que
entró, en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo
cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció
no darle crédito. El Obispo le respondió; "Otra vez vendrás, hijo mío, y
te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y
deseo con que has venido." Juan Diego salió y se vino triste, porque de
ninguna manera se realizó su mensaje. En el mismo día se volvió; se vino
derecho a la cumbre del cerrito, y acertó con la Señora del Cielo, que le
estaba aguardando, allí mismo donde le vio la primera vez: "Señora, la mas
pequeña de mis hijas. Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato,
le vi y le expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y
me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, apareció que no lo tuvo por
cierto. Me dijo: Otra vez vendrás, te oiré más despacio, veré muy desde el
principio el deseo y voluntad con que has venido. Comprendí perfectamente en la
manera que me respondió que piensa que es quizás invención mía que tú quieres que
aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego
encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido y
respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean;
porque yo soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de
tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la mas pequeña de
mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro.
Perdóname que te cause pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña
mía." Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el mas
pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros a quienes
puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto
preciso que tu mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi
voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que
otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber
por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y
otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios,
te envía."
Respondió
Juan Diego: "Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena
gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por
penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído con agrado;
o si fuese oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando se ponga el sol
vendré a dar razón de tu mensaje, con lo que responda el prelado. ya me
despido, Hija mía, la mas pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto".
Luego se fue él a descansar a su casa.
TERCERA APARICIÓN
Al día
siguiente, domingo muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a
Tlatilolco a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la cuenta para
ver en seguida al prelado. casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó
Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al
palacio del señor Obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño para verle: otra vez
con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al
exponerle el mandato de la Señora del Cielo, que ojalá que creyera su mensaje y
la voluntad de la Inmaculada de erigirle su templo donde manifestó que lo
quería. El señor Obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la
vio y cómo era; y el refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque
explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en
todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador
Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, el Obispo no le dio crédito y dijo que
no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que,
además, era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le
enviaba la misma Señora del cielo. Así que lo oyó dijo Juan Diego al Obispo:
"Señor, mira cual ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela
a la Señora del Cielo que me envió acá." Viendo el Obispo que ratificaba todo
sin dudar ni retractar nada, le despidió. Mandó inmediatamente unas gentes de
su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho
a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y
caminó la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del
puente del Tepeyacac, le perdieron; y aunque más buscaran por todas partes, en
ninguna le vieron. Así es que se regresaron, no solamente porque se
fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso
fueron a informar al señor Obispo, inclinándose a que no le creyera: le dijeron
que nomás le engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente
soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía le
habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta
que traía del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: "Bien está
hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha
pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y
sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que
por mí has emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo."
CUARTA APARICIÓN
"Al día siguiente, lunes, cuando tenía que
llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando
llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado
enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió;
pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de
madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a
confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y
que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan
Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al
camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyacac, hacia el poniente
por donde tenía costumbre de pasar, dijo: "Si me voy derecho, no sea que
me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la señal al
prelado, según me previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero
llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente
aguardando." Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro
lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la
Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta no podía verle la que está
mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que
estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del
cerro y le dijo: "¿Que hay, hijo mío el más pequeño?, ¿a dónde vas?".
Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de ella
y la saludó, diciendo: "Niña mía, la mas pequeña de mis hijas. Señora,
ojalá estés contenta. ¿Como has amanecido?, ¿Estás bien de salud, Señora y Niña
mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre
siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy
presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de
Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos
vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré
luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname,
tenme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la mas pequeña, mañana vendré
a toda prisa."
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió
la piadosísima Virgen: "Oye y ten entendido hijo mío el mas pequeño, que
es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa
enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí?, ¿No soy
tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No soy yo tu salud?, ¿No estás por
ventura en mi regazo?, ¿Qué mas has menester?. No te apene ni te inquiete otra
cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está
seguro de que sanó." Y entonces sanó su tío, según después se supo. Cuando
Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló mucho; quedó
contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor Obispo, a llevarle
alguna señal y prueba, a fin de que creyera. La Señora del Cielo le ordenó
luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde antes la veía. Le dijo:
"Sube, hijo mío el mas pequeño, a la cumbre del cerrito; allí donde me
viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas,
recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia." Al punto subió Juan
Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran
brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se
dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo. Estaban muy fragantes y llenas
del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas;
las juntó todas y las hecho en su regazo. La cumbre del cerrito no era lugar en
que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas,
nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de
diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y
trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a cortar; la que, así
como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo,
diciéndole: "Hijo mío el mas pequeño, esta diversidad de flores es la
prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi
voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de
confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu
manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a
la cumbre del cerrito, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y
admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de
que se haga y erija el templo que he pedido." Después que la Señora del
Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a
México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que
portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, gozándose
en la fragancia de las variadas hermosas flores.
EL
MILAGRO DE LA IMAGEN
Al llegar
Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros
criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de
ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea
porque ya le conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno;
además ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando
habían ido en su seguimiento. Largo rato estuvo esperando Juan Diego. Como
vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada,
decidieron llamarlo por si acaso; además, al parecer traía algo que portaba en
su regazo, por lo que se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le
habían de molestar, empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al
ver que todas eran diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban,
se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan
abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas;
pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque
cuando iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían
pintadas o labradas o cosidas en la manta. Fueron luego a decirle al señor
Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces
había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó,
al oírlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba, para que
se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que
entrara a verle. Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo
hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
Juan Diego le dijo: "Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a
mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una
señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que
lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna
señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y
acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su
voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la
señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo
cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que
fuese a cortar varias flores. Después que fui a cortarlas las traje abajo; las
cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a
ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no
es lugar para que se den flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas,
nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fui llegando a la cumbre del
cerrillo vi que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y
exquisitas rosas de castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella
me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas
la señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la
verdad de mi palabra y de mi mensaje. Helas aquí: recíbelas." Desenvolvió
luego su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron
por el suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la
preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera
que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyacac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se
arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y
acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. El
señor Obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto
en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de
Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la
Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más
permaneció Juan Diego en la casa del Obispo, que aún le detuvo. Al día
siguiente le dijo: "Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo
que le erijan su templo." Inmediatamente se invitó a todos para hacerlo.
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