Este inmenso predicador que fue llamado por
sus oyentes "el divino Tomás", nació en España en 1488 y su
sobrenombre le vino de la ciudad donde se educó y creció.
Sus padres no le dejaron riquezas materiales
en herencia, pero sí una herencia mucho más importante: un profundo amor hacia
Dios y una gran caridad hacia los demás.
Hizo sus estudios con gran éxito en la
universidad de Alcalá y en 1516 pidió y obtuvo ser admitido en la comunidad de
los padres agustinos, en Salamanca. En 1518 fue ordenado sacerdote y luego fue
profesor de la universidad. Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida y
un criterio muy práctico para dar opiniones sobre temas difíciles. Pero tuvo
que ejercitarse continuamente para adquirir una buena memoria y luchar mucho
para que las distracciones no le alejaran de los temas que quería tratar.
Sentía una predilección especial por atender a
los enfermos y repetía que cada cama de enfermo es como la zarza ardiente de
Moisés, en la cual se logra encontrar uno con Dios y hablar con Él, pero entre
las espinas de incomodidad que lo rodean.
Fue nombrado Provincial de su comunidad y en
1533 envió a América los primeros Padres Agustinos que llegaron a México.
Frecuentemente mientras celebraba la Santa
Misa o rezaba los Salmos, le sobrevenían los éxtasis y se olvidaba de todo lo
que lo rodeaba y sólo pensaba en Dios.
En esos momentos el rostro le brillaba intensamente.
En esos momentos el rostro le brillaba intensamente.
Cierto día mientras predicaba fuertemente en
Burgos contra el pecado, tomó en sus manos un crucifijo y levantándolo gritó
"¡Pecadores, mírenlo!", y no pudo decir más, porque se quedó en
éxtasis, y así estuvo un cuarto de hora, mirando hacia el cielo, contemplando
lo sobrenatural. Al volver en sí, dijo a la multitud que estaba maravillada:
"Perdonen hermanos por esta distracción. Trataré de enmendarme".
El emperador Carlos V le había ofrecido el
cargo de arzobispo de Granada pero él nunca lo había aceptado. Entonces un día
el emperador le dijo a su secretario: Escriba: "Arzobispo de Valencia,
será el Padre...", y le dictó el nombre de otro sacerdote de otra
comunidad. Cuando fue a firmar el decreto leyó que el secretario había escrito:
"Arzobispo de Valencia, el Padre Tomás de Villanueva". "¡Pero
este no fue el que yo le dicté!", dijo el emperador. "Perdone,
señor" – le respondió el secretario. "Me pareció haberle oído ese
nombre. Pero enseguida lo borraré". "No, no lo borre, dijo Carlos V,
el otro era el que yo pensaba elegir. En cambio este es el que Dios quiere que
sea elegido". Y mandó que lo llamaran para dar el nombramiento.
Tomás se negó totalmente a obedecer al
emperador en esto. El hijo del gobernante, el futuro Felipe II le rogó que
aceptara, pero tampoco quiso aceptar. Solamente cuando su superior de comunidad
le mandó bajo voto de obediencia, entonces sí aceptó tan alto cargo.
Llegó a Valencia de noche, en medio de
terrible aguacero, acompañado solamente por un religioso de su comunidad. Pidió
hospedaje de caridad en el convento de los Padres Agustinos, diciendo que le
bastaba una estera en el suelo para dormir Cuando los frailes descubrieron
quién era él se arrodillaron a pedirle su bendición. Antes de posesionarse del
arzobispado hizo seis días de retiro de oración y penitencia en el convento.
Quería empezar bien preparado para su difícil oficio.
Al posesionarse de su cargo de Arzobispo, los
sacerdotes de la ciudad le obsequiaron 4,000 monedas de plata para hospital
diciendo: "los pobres necesitan esto más que yo. ¿Qué lujos y comodidades
puede necesitar un sencillo fraile y religioso como soy yo?".
Algunos lo criticaban porque usaba una sotana
muy vieja y desteñida, y él respondía: "Lo importante o es una sepultura.
Lo importante es embellecer el alma que nunca se va a morir".
El emperador Carlos V al oírle predicar
exclamaba: "Este Monseñor conmueve hasta las piedras". Y cuando
estaba en la ciudad, el emperador nunca faltaba a los sermones de Monseñor
Tomás. Sus sermones producían cambios impresionantes en los oyentes, y aun hoy
día conmueven profundamente a quienes los leen. La gente decía que Tomás de
Villanueva era como un nuevo apóstol San Pablo, enviado por Dios para
transformar a los pecadores.
Lo que más le interesaba era transformar a sus
sacerdotes. A los menos cumplidores se los ganaba de amigos y poco a poco a
base de consejos y peticiones amables los hacía volverse mejores. A uno que no
quería cambiar, lo llamó a su palacio y le dijo: "Yo soy el que tengo la
culpa de que usted o quiera enmendarse. Porque no he hecho penitencias por su
conversión, por eso no ha cambiado". Y quitándose la camisa empezó a darse
fuetazos a sí mismo hasta derramar sangre. El otro se arrodilló llorando y le
pidió perdón y desde ese día mejoró totalmente su conducta.
Dedicaba muchas horas a rezar y a meditar,
pero su secretario tenía la orden de llamarlo tan pronto como alguna persona
necesitara consultarle o pedirle algo. A su palacio arzobispal acudían cada día
centenares de pobres a pedir ayuda, y nadie se iba sin recibir algún mercado o
algún dinero. Especial cuidado tenía el prelado para ayudar a los niños
huérfanos. Y en los once años de su arzobispado no quedó ninguna muchacha pobre
de la ciudad que en el día de su matrimonio no recibiera un buen regalo del
arzobispo. A quienes lo criticaban por dar demasiadas ayudas aun a vagos, les
decía: "mi primer deber es no negar un favor a quien lo necesita, si en mi
poder está el hacerlo. Si abusan de lo que reciben, ellos responderán ante
Dios".
A los ricos les insistía continua y fuertemente acerca del deber tan
grave que cada uno tiene de gastar en dar limosnas todo lo que le sobre, es vez
de gastarlo en lujos y cosas inútiles. Decía a la gente: "¿En qué otra
cosa puedes gastar mejor tu dinero que en pagar tus culpas a Dios, haciendo
limosna? Si quieres que Dios oiga tus oraciones, tienes que escuchar la
petición de ayuda que te hacen los pobres. Debes anticiparte a repartir ayudas
a los que no se atreven a pedir".
Algunos le decían que debía ser más fuerte y
lanzar maldiciones contra los que vivían en unión libre. Él respondía:
"Hago todo lo que me es posible por animarlos a que se pongan en paz con
Dios y que no vivan más en pecado. Pero nunca quiero emplear métodos agresivos
contra nadie". Si oía hablar de otro respondía: "Quizás lo que hizo
fue malo, pero probablemente sus intenciones eran buenas".
En septiembre de 1555 sufrió una angina de
pecho e inflamación de la garganta. Mandó repartir entre los pobres todo el
dinero que había en su casa. Hizo que le celebraran la S. Misa en su
habitación, y exclamó: "Que bueno es Nuestro Señor: a cambio de que lo
amemos en la tierra, nos regala su cielo para siempre". Y murió. Tenía 66
años.
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