En Liguria, la familia de
los Fieschi, perteneciente al partido de los güelfos, gozaba de gran prestigio
y de una larga y distinguida historia. En 1234, dio a la Iglesia un papa tan
enérgico y destacado como Inocencio IV y, en 1276, al sobrino del primero, que
reinó poco tiempo como Adrián V. A mediados del siglo decimoquinto, la familia
Fieschi había alcanzado su máximo poder y esplendor en Liguria, en el Piamonte
y en Lombardía; uno de sus miembros era cardenal y otro, llamado Jaime,
descendiente del hermano de Inocencio IV, era virrey de Nápoles, bajo el
gobierno del rey René de Anjou. Este Jaime Fieschi estaba casado con una dama
genovesa, Francesca di Negro, y a esta pareja de nobles le nació en el año de
1447, en Génova, una niña, la quinta y última de sus hijos, a la que llamaron
Caterinetta, a quien después y para siempre se conoció como Catalina. Sus
biógrafos dan abundantes detalles sobre su niñez prometedora, datos éstos que
tal vez podrían descartarse como vulgar panegírico, pero a partir de la edad de
trece años, su inclinación hacia la vida religiosa se manifestó decididamente.
Ya por entonces, una hermana suya era canonesa regular y el capellán de su
convento era el confesor de Catalina. A éste le preguntó la niña si podía tomar
el hábito, pero él, tras de consultar con las monjas, la rechazó a causa de su
poca edad. Más o menos por esa época murió el padre de Catalina. Cuando la
joven cumplió dieciséis años, contrajo matrimonio. En el caso de muchos santos
y santas que no obstante su vocación por la vida religiosa se casan para
obedecer los deseos de sus padres, se alega que esas razones son valederas
hasta cierto punto; pero en el caso de Santa Catalina de Génova, no puede haber
duda posible. La buena estrella de la familia gibelina de los Adorno estaba en
franca declinación y, por medio de una alianza con la poderosa familia de los
Fieschi, esperaban recuperar el prestigio y la fortuna de su casa. Los Fieschi
aceptaron de buen grado la propuesta alianza, y Catalina fue la víctima. El
esposo elegido fue Julián Adorno, un joven de tan poco carácter, que era
incapaz de hacer de su unión un verdadero matrimonio. Catalina era una joven de
gran belleza como puede verse en sus retratos, de mucha inteligencia y
sensibilidad y de una profunda devoción; su temperamento era fuerte y su
carácter serio, sin la menor tendencia al buen humor y las agudezas del
ingenio. Julián era el reverso de la medalla y, por lo tanto, absolutamente
incapaz de comprender y apreciar a su esposa; pero, si no logró conquistar de
ella más que su obediencia y su abnegada sumisión, fue porque no hizo ningún
intento para ganarse su afecto. El propio Julián admitía que le era infiel a su
mujer; además era amante de los placeres en forma desordenada, voluntarioso,
indisciplinado, violento y derrochador. Apenas si paraba en casa, y se puede
decir que en los primeros años de su vida matrimonial, Catalina estuvo sola
para meditar en sus desilusiones y sus añoranzas de mejores tiempos. Al cabo de
cinco años de esta vida tan triste, buscó la manera de consolarse y pasó otros
cinco años en constantes diversiones y paseos mundanos, menos triste que antes,
pero igualmente insatisfecha.
A pesar de sus infortunios y
sus distracciones, Catalina no había perdido nunca su confianza en Dios ni
había abandonado las devociones y prácticas de su religión. No era raro, por lo
tanto que, la víspera del día de san Benito de 1473, estuviese orando en una iglesia
dedicada al santo, en Génova, junto al mar. Y en su oración decía: «¡San
Benito, ruega a Dios que me conceda la gracia de mandarme una enfermedad que me
tenga tres meses en cama». Dos días más tarde, mientras estaba arrodillada ante
el capellán del convento de su hermana para recibir su bendición, se sintió
súbitamente embargada por un amor a Dios tan fuerte, que todo su cuerpo se
estremecía, y por un conocimiento de su propia bajeza tan profundo, que se echó
a llorar. Se cubrió el rostro para ocultar las lágrimas, mientras repetía sin
cesar en su fuero interno: «¡Apártame del mundo! ¡No más pecados!» En su
corazón se afirmaba la certeza de que «si hubiese tenido en su posesión un
millar de mundos tan ricos como éste, los habría rechazado y arrojado lejos».
No pudo hacer otra cosa que murmurar una disculpa y retirarse, pero al día
siguiente tuvo una visión de Jesucristo cargado con la cruz y ella gritó
impulsivamente: «¡Oh, amor! ¡Si es necesario que confiese mis culpas en
público, estoy dispuesta!» Después, fue a hacer una confesión general de toda
su vida con tan grande dolor, que «sentía desfallecer el alma». En la fiesta de
la Anunciación, recibió la sagrada comunión con sincero fervor, por primera vez
en más de diez años y, a partir de entonces, comulgó diariamente durante el
resto de su vida. Eso era muy mal visto por aquel entonces, y la santa solía
decir que envidiaba a los sacerdotes que recibían cotidianamente el Cuerpo del
Señor sin suscitar comentarios.
Al mismo tiempo, las juergas
y despilfarros de Julián lo habían dejado al borde de la ruina; fue entonces
cuando las ardientes plegarias de su esposa, unidas a sus quebrantos,
provocaron una reforma en su vida. Abandonaron su «palazzo» para ir a vivir en
una casita modesta en un barrio pobre; por mutuo acuerdo, decidieron convivir
en continencia y se dedicaron a cuidar a los enfermos en el hospital de
Pammatone. Se unió a ellos una prima de Catalina, llamada Tomasina Fieschi, la
cual, al quedar viuda fue, primero, canonesa regular y luego monja dominica.
Aquel arreglo continuó durante cinco años sin cambio alguno, a no ser en el
desarrollo espiritual de Catalina, hasta 1479, cuando la pareja se fue a vivir
en el mismo hospital. Once años después, Catalina fue nombrada matrona del
nosocomio y probó que era tan buena administradora como devota enfermera, sobre
todo durante la epidemia que asoló a la ciudad en 1493, cuando murieron las
cuatro quintas partes de los habitantes que no pudieron emigrar a tiempo a otro
lugar. La propia Catalina se contagió con la fiebre de una moribunda a la que
impulsivamente besó, y estuvo al borde del sepulcro. Fue durante su enfermedad
cuando conoció al abogado y filántropo Héctor Vernazza futuro padre del
Venerable Battista Vernazza, que llegó a ser un ardiente discípulo de la santa
y que conservó para la posteridad muchos preciosos detalles de su vida y sus
conversaciones. En 1496, Catalina, con la salud resentida, se vio obligada a
renunciar a la dirección del hospital, pero conservó su vivienda en el mismo
edificio. Al año siguiente, murió Julián luego de una dolorosa enfermedad.
«Maese Giuliano se ha ido», confió Catalina a una amiga. «Bien sabes tú que su
naturaleza era bastante descarriada, de manera que yo he sufrido mucho
interiormente por él. Pero mi Tierno Amor me aseguró que habría de salvarse,
aun antes de que dejara esta vida». En su testamento, Julián recordó a su hija
ilegítima, Thobia, así como a su madre, y Catalina tomó la responsabilidad de
que a la niña no le faltase nada en lo material y lo espiritual.
Durante más de veinte años
había vivido Catalina sin ninguna dirección espiritual y sin confesarse sino
muy rara vez. A decir verdad, es posible que si no tenía alguna falta grave
sobre la conciencia, se abstuviera hasta de la confesión anual y, si bien no
había hecho nunca un intento serio para buscarlo, no pudo encontrar un
sacerdote que entendiese su estado espiritual con vistas a su dirección. Pero
alrededor del año 1499, un sacerdote secular, Don Cattaneo Marabotto, fue
nombrado rector del hospital y «ambos se entendieron completamente desde el
primer momento, tan sólo con mirarse a la cara y sin hablar». Poco después,
Catalina se presentó ante él para decirle: «Padre: no sé en qué estado se
hallan mi cuerpo y mi alma. Deseo confesarme, pero no tengo conciencia de
ningún pecado». El propio padre Marabotto nos expone el «estado» de su
penitente con estas frases: «A los pecados que mencionó no los veía ni entendía
como culpas pensadas, dichas o cometidas por ella. Era como una niña pequeña
que hubiese cometido algún pecadillo por ignorancia y, si alguien le dijera:
'Has hecho mal', se sobresaltase y conturbase porque hasta aquel momento no
experimentó el conocimiento del mal». Asimismo, se nos dice en su biografía que
Catalina «no se preocupó nunca por ganar indulgencias plenarias, aunque tenía
gran respeto y reverencia por ellas y las consideraba de mucho valor, pero lo
que ella deseaba era que la parte egoísta de su alma fuese castigada tanto como
merecía ...» En persecución de la misma idea heroica, rara vez pedía a los
hombres o a los santos que rogasen por ella; la invocación a san Benito que
mencionamos antes, fue una notable excepción y la única que figura en los
registros en relación con los santos. También es digno de observarse que,
durante toda su viudez, Catalina permaneció en el estado laico. Su esposo, al
convertirse, se unió a la tercera orden de san Francisco en aquellos tiempos
convertirse en terciario de cualquier orden, era un asunto mucho más serio de
lo que es ahora, pero ella ni siquiera llegó a eso. Estas peculiaridades no se
mencionan para encomio ni para reprobación; a los que les parezcan
sorprendentes, se les recuerda que estaban perfectamente al tanto de ellas los
que examinaron la causa de su beatificación. La Iglesia no exige de sus hijos
una práctica uniforme, ni en relación con la variedad de la humana naturaleza,
ni con la libertad del Espíritu Santo para actuar sobre las almas como mejor le
parezca.
A partir del año de 1473,
Santa Catalina llevó, sin interrupción, una vida espiritual muy intensa sin
mengua de una infatigable actividad en favor de los enfermos y los
desamparados, no sólo en el hospital sino en toda Génova. Fue un ejemplo de la
universalidad cristiana, considerada como una «contradicción» por aquéllos que
no la entienden: estaba en completo «desprendimiento del mundo», pero era
«práctica» en su actividad tan eficaz; se preocupaba por el alma y cuidaba el
cuerpo; practicaba las austeridades físicas que modificaba o suspendía a la
menor indicación de una autoridad cualquiera, ya fuese eclesiástica médica o
social; vivía en estrecha unión con Dios y estaba alerta respecto a este mundo
y al tierno afecto por los hombres. La vida de Santa Catalina ha sido tomada
como letra para la investigación intensa del elemento místico en la religión.
Y, en medio de todo esto, llevaba las cuentas del hospital, sin que le sobrara
o faltara un céntimo, y se preocupaba tanto por la justa disposición de la
propiedad, que hizo cuatro testamentos y a todos les agregó varias cláusulas.
Durante algunos años, Catalina tuvo quebrantada la salud y se vio obligada a
suspender no sólo los ayunos extraordinarios que ella se imponía, sino también
algunos de los que mandaba la Iglesia. A la larga, por el año de 1507, las
enfermedades la vencieron por completo. Rápidamente empeoró su estado y,
durante los últimos meses de su vida, sufrió de manera indescriptible. Entre
los médicos que la atendieron, figuraba el doctor Juan Bautista Boerio, que
había sido el médico de cabecera del rey Enrique VII de Inglaterra; pero ni él
ni ninguno de los otros pudieron diagnosticar el mal que consumía a la santa. A
fin de cuentas, los galenos llegaron a la conclusión de que debía tratarse «de
algo sobrenatural y divino», porque la paciente no presentaba ninguno de los
síntomas patológicos que pudieran reconocerse. El 13 de septiembre de 1510,
tenía una fiebre altísima y deliraba; el 15 en la madrugada, «aquella alma
bendita entregó su último suspiro en medio de gran paz y tranquilidad y voló
hacia su 'tierno y anhelado amor'». Fue beatificada en 1737, y el Papa
Benedicto XIV inscribió su nombre en el Martirologio Romano con el título de
santa. Santa Catalina dejó dos obras escritas, un tratado sobre el Purgatorio y
un Diálogo entre el alma y el cuerpo; el Santo Oficio declaró que esas dos
obras bastaban para probar su santidad. Figuran entre los documentos más
importantes del misticismo, pero Alban Butler dice de ellas, con toda razón
«que no están escritas para los lectores comunes y corrientes».
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