Este santo, famoso por el prodigio de su sangre que se obra cada año
en Nápoles, era obispo de esa ciudad
cuando estalló la terrible persecución de Diocleciano. Fue hecho prisionero y
encerrado en una oscura cárcel, junto con sus diáconos y colaboradores. Los
llevaron al anfiteatro o coliseo para que fueran devorados por las fieras. Pero
estas, aunque estaban muy hambrientas, se contentaron con dar vueltas rugiendo
alrededor de ellos. Entonces la chusma pidió a gritos que les cortaran la
cabeza a estos valientes cristianos. Y así lo hicieron. Personas piadosas
recogieron un poco de la sangre de San Jenaro y la guardaron.
La fama universal de que goza San Jenaro se debe a un milagro que se
obra todos los años en Nápoles. Este milagro se viene obrando desde hace 400
años, sin que lo hayan podido explicar ni los sabios ni los estudiosos o
investigadores. Un sacerdote expone en el altar una ampolleta del tamaño de una
pera, que contiene la sangre solidificada del santo. La coloca frente a la urna
que contiene la cabeza del santo. Todos empiezan a rezar, y de un momento a
otro la sangre que estaba sólida y negruzca se vuelve líquida y rojiza, y crece
de tamaño dentro de la vasija de vidrio donde está. El pueblo estalla en
cánticos de alegría bendiciendo a Dios.
La ciudad de Nápoles le tiene un gran cariño a San Jenaro, porque
además del prodigio de la licuefacción de la sangre, los ha librado varias
veces de las temibles erupciones del volcán Vesubio. En 1631, millones de
toneladas de lava se dirigían hacia la cuidad. El obispo llevó en procesión la
sangre de San Jenaro y la lava cambió de dirección y la ciudad se salvó.
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