Este
humilde hermano franciscano escribió por orden expresa de sus superiores los
recuerdos de hechos especiales que le sucedieron en su vida. Son los
siguientes:
Nació en
1620 en el pueblo italiano de Sezze.
De
familia pobre, cuando empezó a asistir a la escuela, un día por no dar una
lección, el maestro le dio una paliza tan soberana que lo mandó a cama.
Entonces los papás lo enviaron a trabajar en el campo y allá pensaba vivir para
siempre.
Pero sucedió que un día una bandada de aves espantó a los bueyes que Carlos
dirigía cuando estaba arando, y estos arremetieron contra él con gravísimo
peligro de matarlo. Cuando sintió que iba a perecer en el accidente, prometió a
Dios que si le salvaba la vida se haría religioso. Y milagrosamente quedó
ileso, sin ninguna herida.
Entonces
otro día al ver pasar por allí unos religiosos franciscanos les pidió que le
ayudaran a entrar en su comunidad. Ellos lo invitaron a que fuera a Roma a
hablar con el Padre Superior, y con su recomendación se fue allá con tres
compañeros más.
El
superior para probar si en verdad tenían virtud, los recibió muy ásperamente y
les dijo que eran unos haraganes que sólo buscaban conseguirse el alimento
gratuitamente, y los echó para afuera. Pero ellos se pusieron a comentar que su
intención era buena y que deberían insistir. Y entraron por otra puerta del
convento y volvieron a suplicar al superior que los recibiera. Este, haciéndose
el bravo, les dijo que esa noche les permitía dormir allí como limosneros pero
que al día siguiente tendrían que irse definitivamente. Los cuatro aceptaron
esto con toda humildad, pero al día siguiente en vez de despacharlos les
dijeron que ya habían pasado la prueba preparatoria y que quedaban admitidos
como aspirantes.
En el noviciado el maestro lo mandó a que sembrara unos repollos, pero con la
raíz hacia arriba. Él obedeció prontamente y los repollos retoñaron y
crecieron. Después el superior del noviciado empezó a humillarlo y humillarlo.
Él aguantaba todo con paciencia, pero al fin viendo que iba a estallar en ira,
se fue donde el maestro de novicios a decirle que se volvía otra vez al mundo
porque ya no resistía más. El sacerdote le agradeció que le hubiera confiado
sus problemas y le arregló su situación y pudo seguir tranquilo hasta ser
admitido como franciscano.
Ya religioso, un día entraron a la huerta del convento unos toros bravos que
embestían sin compasión a todo fraile que se les presentara. El superior, para
probar qué tan obediente era el hermano Carlos, le ordenó: "Vaya, amarre
esos toros y sáquelos de aquí". El se llevó un lazo, les echó la bendición
a los feroces animales y todos se dejaron atar de los cachos y lo fueron
siguiendo como si fueran mansos bueyes. La gente se quedó admirada ante
semejante cambio tan repentino, y consideraron este prodigio como un premio a
su obediencia.
Para que no se volviera orgulloso a causa de las cosas buenas que le sucedían,
permitió Dios que le sucedieran también cosas muy desagradables. Lo pusieron de
cocinero y los platos se le caían de la mano y se le rompían, y esto le
ocasionaba tremendos regaños. Una noche dejó el fogón a medio apagar y se quemó
la cocina y casi se incendia todo el convento. Entonces fue destituido de su
cargo de cocinero y enviado a cultivar la huerta. A un religioso que le
preguntaba por qué le sucedían hechos tan desagradables, le respondió:
"Los permite Dios para que no me llene de orgullo y me mantenga siempre
humilde".
Después lo nombraron portero del convento y admitía a todo caminante pobre que
pidiera hospedaje en las noches frías. Y repartía de limosna cuanto la gente
traía. Al principio el superior del convento le aceptaba esto, pero después lo
llamó y le dijo: "De hoy en adelante no admitiremos a hospedarse sino a
unas poquísimas personas, y no repartiremos sino unas pocas limosnas, porque
estamos dando demasiado". Él obedeció, pero sucedió entonces que dejaron
de llegar las cuantiosas ayudas que llevaban los bienhechores. El superior lo
llamó para preguntarle: "¿Cuál será la causa por la que han disminuido
tanto las ayudas que nos trae la gente?"
"La
causa es muy sencilla –le respondió el hermano Carlos-. Es que dejamos de dar a
los necesitados, y Dios dejó de darnos a nosotros. Porque con la medida con la
que repartamos a los demás, con esa medida nos dará Dios a nosotros".
Desde ese día recibió permiso para recibir a cuanto huésped pobre llegara, y de repartir las limosnas que la gente llevaba, y Dios volvió a enviarles cuantiosas donativos.
Desde ese día recibió permiso para recibir a cuanto huésped pobre llegara, y de repartir las limosnas que la gente llevaba, y Dios volvió a enviarles cuantiosas donativos.
Tuvo que
hacer un viaje muy largo acompañado de un religioso y en plena selva se
perdieron y no hallaban qué hacer. Se pusieron a rezar con toda fe y entonces
apareció una bandada de aves que volaban despacio delante de ellos y los fueros
guiando hasta lograr salir de tan tupida arboleda.
El
director de su convento empezó a tratarlo con una dureza impresionante. Lo
regañaba por todo y lo humillaba delante de los demás. Un día el hermano Carlos
sintió un inmenso deseo de darle el golpe e insultarlo. Fue una tentación del
demonio. Se dominó, se mordió los labios, y se quedó arrodillado delante del
otro, como si fuera una estatua, y no le dijo ni le hizo nada. Era un acto
heroico de paciencia.
¿Qué era
lo que había sucedido? Que el Superior Provincial había enviado una carta muy
fuerte al director diciéndole que le había escrito contándole faltas de él. Y
éste al pasar por la celda de Carlos había visto varias veces que estaba
escribiendo. Entonces se imaginó que era él quien lo estaba acusando. Su apatía
llegó a tal grado que le hizo echar de ese convento y fue enviado a otra casa
de la comunidad.
Al llegar
a aquel convento el provincial, le dijo al tal superior que no era Carlos quien
le había escrito. Y averiguaron qué era lo que este religioso escribía y vieron
que era una serie de consejos para quienes deseaban orar mejor. El irritado
director tuvo que ofrecerle excusas por su injusto trato y sus humillaciones.
Pero con esto el sencillo hermano había crecido en santidad.
Las
gentes le pedían que redactara algunas normas para orar mejor y crecer en santidad.
El lo hizo así y permitió que le publicara el folleto. Esto le trajo terribles
regaños y casi lo expulsan de la comunidad. El pobre hombre no sabía que para
esas publicaciones se necesitan muchos permisos. Humillado se arrodilló ante un
crucifijo para contarle sus angustias, y oyó que Nuestro Señor le decía:
"Animo, que estas cosas no te van a impedir entrar en el paraíso".
La
petición más frecuente del hermano Carlos a Dios era esta: "Señor,
enciéndeme en amor a Ti". Y tanto la repitió que un día durante la
elevación de la santa hostia en la Misa, sintió que un rayo de luz salía de la
Sagrada Forma y llegaba a su corazón. Desde ese día su amor a Dios creció
inmensamente.
Al fin los superiores se convencieron de que este sencillo religioso era un
verdadero hombre de Dios y le permitieron escribir su autobiografía y publicar
dos libros más, uno acerca de la oración y otro acerca de la meditación.
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