San Pedro
Damián fue un hombre austero y rígido que Dios envió a la Iglesia Católica en
un tiempo en el que la relajación de costumbres era muy grande y se necesitaban
predicadores que tuvieran el valor de corregir los vicios con sus palabras y
con sus buenos ejemplos. Nació en Ravena Italia el año 1007.
Quedó huérfano muy pequeñito y un hermano suyo lo humilló terriblemente y lo dedicó a cuidar cerdos y lo trataba como al más vil de los esclavos. Pero de pronto un sacerdote, el Padre Damián, se compadeció de él y se lo llevó a la ciudad y le costeó los estudios. En honor a su protector, en adelante nuestro santo se llamó siempre Pedro Damián.
Quedó huérfano muy pequeñito y un hermano suyo lo humilló terriblemente y lo dedicó a cuidar cerdos y lo trataba como al más vil de los esclavos. Pero de pronto un sacerdote, el Padre Damián, se compadeció de él y se lo llevó a la ciudad y le costeó los estudios. En honor a su protector, en adelante nuestro santo se llamó siempre Pedro Damián.
El antiguo
cuidador de cerdos resultó tener una inteligencia privilegiada y obtuvo las
mejores calificaciones en los estudios y a los 25 años ya era profesor de universidad.
Pero no se sentía satisfecho de vivir en un ambiente tan mundano y corrompido,
y dispuso hacerse religioso.
Estaba
meditando cómo entrarse a un convento, cuando recibió la visita de dos monjes
benedictinos, de la comunidad fundada por el austero San Romualdo, y al oírles
narrar lo seriamente que en su convento se vivía la vida religiosa, se fue con
ellos. Y pronto resultó ser el más exacto cumplidor de los severísimos
reglamentos de su convento.
Pedro, para
lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas
con espinas (cilicio, se llama esa penitencia) y se daba azotes, y se dedicó a
ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que no estaba acostumbrado a
tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el insomnio, y pasaba
las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que no le dejaba hacer
nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben ser tan exageradas, y
que la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite que
nos lleguen, y que una muy buena penitencia es dedicarse a cumplir exactamente
los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo empeño.
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad después al dirigir espiritualmente a otros, pues a muchos les fue enseñando que en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, lo que hay que hacer es hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.
En sus años de monje, Pedro Damián aprovechó aquel ambiente de silencio y soledad para dedicarse a estudiar muy profundamente la Sagrada Biblia y los escritos de los santos antiguos. Esto le servirá después enormemente para redactar sus propios libros y sus cartas que se hicieron famosas por la gran sabiduría con la que fueron compuestas.
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad después al dirigir espiritualmente a otros, pues a muchos les fue enseñando que en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, lo que hay que hacer es hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.
En sus años de monje, Pedro Damián aprovechó aquel ambiente de silencio y soledad para dedicarse a estudiar muy profundamente la Sagrada Biblia y los escritos de los santos antiguos. Esto le servirá después enormemente para redactar sus propios libros y sus cartas que se hicieron famosas por la gran sabiduría con la que fueron compuestas.
En los
ratos en que no estaba rezando o estudiando, se dedicaba a labores de
carpintería, y con los pequeños muebles que construía ayudaba a la economía del
convento.
Al morir el
superior del convento, los monjes nombraron como su abad a Pedro Damián. Este
se oponía porque se creía indigno pero entre todos lo lograron convencer de que
debía aceptar. Era el más humilde de todos, y pedía perdón en público por
cualquier falta que cometía. Y su superiorato produjo tan buenos resultados que
de su convento se formaron otros cinco conventos, y dos de sus dirigidos fueron
declarados santos por el Sumo Pontífice Santo Domingo Loricato y San Juan de
Lodi. Este último escribió la vida de San Pedro Damián.
Muchísimas
personas pedían la dirección espiritual de San Pedro Damián. A cuatro Sumos
Pontífices les dirigió cartas muy serias recomendándoles que hicieran todo lo
posible para que la relajación y las malas costumbres no se apoderaran de la
Iglesia y de los sacerdotes. Criticaba fuertemente a los que son muy amigos de
pasear mucho, pues decía que el que mucho pasea, muy difícilmente llega a la
santidad.
A un obispo
que en vez de dedicarse a enseñar catecismo y a preparar sermones pasaba las
tardes jugando ajedrez, le puso como penitencia rezar tres veces todos los salmos
de la Biblia que son 150, lavarles los pies a doce pobres y regalarles a cada
uno una moneda de oro. La penitencia era fuerte, pero el obispo se dio cuenta
de que sí se la merecía, y la cumplió y se enmendó.
Los dos
peores vicios de la Iglesia en aquellos años mil, eran la impureza y la
simonía. Muchos sacerdotes eran descuidados en cumplir su celibato, o sea ese
juramento solemne que han hecho de esforzarse por ser puros, y además la
simonía era muy frecuente en todas partes. Y contra estos dos defectos se
propuso luchar Pedro Damián.
Varios
Sumos Pontífices, sabiendo la gran sabiduría y la admirable santidad del Padre
Pedro Damián, le confiaron misiones delicadísimas. El Papa Esteban IX lo nombró
Cardenal y Obispo de Ostia que es el puerto de Roma. El humilde sacerdote no
quería aceptar estos cargos, pero el Papa lo amenazó con graves castigos si no
lo aceptaba. Y allí, con esos oficios, obró con admirable prudencia. Porque al
que es obediente consigue victorias.
Resultó que
el joven emperador Enrique IV quería divorciarse, y su arzobispo, por temor, se
lo iba a permitir. Entonces el Papa envió a Pedro Damián a Alemania, el cual
reunió a todos los obispos alemanes, y valientemente, delante de ellos le pidió
al emperador que no fuera a dar ese mal ejemplo tan dañoso a todos sus
súbditos, y Enrique desistió de su idea de divorciarse.
Sus
sermones eran escuchados con mucha emoción y sabiduría, y sus libros eran
leídos con gran provecho espiritual. Así, por ejemplo, uno que se llama
"Libro Gomorriano", en contra de las costumbres de su tiempo. Gomorriano,
en recuerdo de Gomorra, una de las cinco ciudades que Dios destruyó con una
lluvia de fuego porque allí se cometían muchos pecados de impureza. A los
Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentes cartas pidiéndoles que
trataran de acabar con la Simonía, o sea con aquel vicio que consiste en llegar
a los altos puestos de la Iglesia comprando el cargo con dinero y no mereciéndolo
con el buen comportamiento. Este vicio tomó el nombre de Simón el Mago, un tipo
que le propuso a San Pedro apóstol que le vendiera el poder de hacer milagros.
En aquel siglo del año mil era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a
ser sacerdote y hasta obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho
dinero a los que lo elegían para ese cargo. Y esto traía terribles males a la
Iglesia Católica porque llegaban a altos puestos unos hombres totalmente
indignos que no iban a hacer nada bien sino mucho mal. Afortunadamente, el Papa
que fue nombrado al año siguiente de la muerte de San Pedro Damián, y que era
su gran amigo, el Papa Gregorio VII, se propuso luchar fuertemente contra ese
vicio y tratar de acabarlo.
La gente
decía: el Padre Damián es fuerte en el hablar, pero es santo en el obrar, y eso
hace que le hagamos caso con gusto a sus llamadas de atención.
Lo que más
le agradaba era retirarse a la soledad a rezar y a meditar. Y sentía una santa
envidia por los religiosos que tienen todo su tiempo para dedicarse a la
oración y a la meditación. Otra labor que le agradaba muchísimo era el ayudar a
los pobres. Todo el dinero que le llegaba lo repartía entre la gente más
necesitada.
Era
mortificadísimo en comer y dormir, pero sumamente generosos en repartir limosnas
y ayudas a cuantos más podía.
El Sumo
Pontífice lo envió a Ravena a tratar de lograr que esa ciudad hiciera las paces
con el Papa. Lo consiguió, y al volver de su importante misión, al llegar al
convento sintió una gran fiebre y murió santamente. Era el 21 de febrero del
año 1072. Inmediatamente la gente empezó a considerarlo como un gran santo y a
conseguir favores de Dios por su intercesión.
El Papa lo
canonizó y lo declaró Doctor de la Iglesia por los elocuentes sermones que
compuso y por los libros tan sabios que escribió.
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