Ya en el año 1597 eran varios los miles de
cristianos en aquel país. Y llegó al gobierno un emperador sumamente cruel y
vicioso, el cual ordenó que todos los misioneros católicos debieran abandonar
el Japón en el término de seis meses. Pero los misioneros, en vez de huir del
país, lo que hicieron fue esconderse, para poder seguir ayudando a los
cristianos. Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. Los que murieron en
este día en Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas, seis franciscanos y 16 laicos
católicos japoneses, que eran catequistas y se habían hecho terciarios
franciscanos.
Los mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, un
japonés de familia de la alta clase social, hijo de un capitán del ejército y
muy buen predicador: San Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores
jesuitas. Los franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido
a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San Francisco
Blanco, San Pedro Bautista, superior de los franciscanos en el Japón y San
Francisco de San Miguel.
Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo
Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un Coreano: San León Karasuma, y
tres muchachos de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños:
San Luis Ibarqui, San Antonio Deyman, y San Totomaskasak y, cuyo padre fue
también martirizado.
A los 26 católicos les cortaron la oreja izquierda,
y así ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en
pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran
hacerse cristianos.
Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con
los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y
cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro
al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.
La Iglesia Católica los declaró santos en 1862.
Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan
de la siguiente manera: "Una vez crucificados, era admirable ver el fervor
y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por
amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil,
con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de
gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración
del salmo 30: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". El
hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría".
Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era
el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó
a decir a todos los presentes cristianos y curiosos que él era japonés, que
pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría
por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle
concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión
de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:
"Llegado a este momento final de mi existencia
en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a
atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para
conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y
como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a
perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la
nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a
nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa
religión y se hagan bautizar".
Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros,
empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía
una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle
otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de
todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado
de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los
santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que
había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir
continuamente: "Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma
mía". Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes
que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a
cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron
fin a sus vidas.
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