Nacido en El Fuerte, Sinaloa,
en 1880,
Rodolfo Fierro fue uno de los lugartenientes de mayor confianza de Pancho
Villa; su gatillero y brazo ejecutor en el sentido literal del término. Sabía
apretar el gatillo por obligación pero lo disfrutaba más cuando disparaba por
devoción, por gusto, por placer.
Al estallar la revolución constitucionalista contra Victoriano Huerta,
Fierro militaba en las filas de Tomás Urbina, otro de los generales villistas
de dudosa honestidad. A Villa le llamó la atención su valor y audacia. Supo de
inmediato que era un hombre temerario hasta la locura; no temía morir, por eso
se le facilitaba matar; era despiadado y su lealtad incuestionable. Fierro
conoció a Villa en septiembre de 1913 y cayó seducido ante el carisma del
Centauro.
“Lugarteniente cruel y sanguinario de Villa –escribió Luis Aguirre
Benavides, secretario particular del Centauro-, Fierro no carecía de cierta
cultura; alto, fornido, de buena presencia y simpático en su trato. Era buen
compañero y amigo, valiente y resuelto hasta la temeridad en los combates; de
todas las confianzas y consideraciones del general Villa, quien siempre le
confiaba comisiones en las que se necesitaba valor y pocos o ningunos
escrúpulos; era capaz de hacer todo con tal de complacer y dejar contento a su
jefe”.
No hubo batalla en la última etapa de
la revolución contra Huerta, en la que el sanguinario lugarteniente de Villa no
estuviera presente. Participó en las tomas de Torreón, San Pedro de las Colonias, Paredón y Zacatecas.
Siempre obediente, siempre sumiso, siempre temerario, Fierro era como el
cancerbero de Hades que cuidaba el inframundo, con lealtad absoluta y aun a
costa de su vida, cuidaba los pasos de Villa.
El Centauro admiraba la naturalidad con que Fierro disponía de las vidas
ajenas. No dudaba, no padecía, no se cuestionaba. Si por momentos era cruel
divirtiéndose con los prisioneros, en otros parecía un ser amoral, matar y
morir, formaban parte de esa extraña cotidianidad marcada por la violencia
revolucionaria. Vivir el instante, el momento, el siguiente minuto parecía
suficiente porque no existía el futuro, sólo el presente.
Fierro se solazaba ejecutando
prisioneros con sus propias manos. Una de las descripciones más célebres fue
escrita por Martín Luis Guzmán en su novela El águila y la serpiente bajo el título “La fiesta de las
balas”. Si bien, la matanza de 300 prisioneros, uno por uno, a manos de Fierro
-que dispuso de dos pistolas para alternarlas porque se calentaban de tanto
disparar-, no está documentada, lo cierto es que entre las tropas villistas era
llamado El carnicero.
Rodolfo Fierro amarra una navaja a un
gallo de pelea en presencia de su jefe Francisco Villa.
“Una de sus morbosidades es matar prisioneros –continúa Ramón Puente-,
tiene innata la disposición de verdugo, la misma voluptuosidad de esos
sacrificadores de hombres que acaban por encallecerse en el oficio y sentir la
necesidad de ejercitarlo para que no se enmohecieran sus herramientas”.
Decenas de personas, cuyos nombres se perdieron entre el polvo de la
historia, cayeron atravesadas por las balas de Fierro. Con motivos o sin
motivos, por una discusión, por un capricho, por una borrachera, cualquier
circunstancia la resolvía Fierro con una bala.
Hombre violento y desalmado, aunque simpático en el trato y ocurrente,
Rodolfo Fierro pasó a la historia como una leyenda más de las construidas en
torno a Pancho Villa. Su tristemente célebre fama, llegó hasta el cine nacional
y Carlos López Moctezuma lo interpretó en varias películas filmadas sobre el
Centauro del Norte, al lado de Pedro Armendáriz. Al menos en el séptimo Arte,
Fierro se ganó la simpatía del público.
Luis Aguirre Benavides –secretario de Villa-, explica la presencia
natural de hombres como Fierro: “Era, sin embargo, sumamente útil en aquel
medio siniestro, en el que eran necesarios hombres valientes, decididos y sin
ningún escrúpulo de conciencia, para llevar adelante los designios, con
frecuencia injustos o equivocados del jefe de la Revolución en Chihuahua”.
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