San Blas fue obispo de Sebaste,
Armenia, al sur de Rusia.
Al principio ejercía la medicina,
y aprovechaba de la gran influencia que le daba su calidad de excelente médico,
para hablarles a sus pacientes en favor de Jesucristo y de su santa religión, y
conseguir así muchos adeptos para el cristianismo.
Al conocer su gran santidad, el
pueblo lo eligió obispo.
Cuando estalló la persecución de
Diocleciano, se fue San Blas a esconderse en una cueva de la montaña, y desde
allí dirigía y animaba a los cristianos perseguidos y por la noche bajaba a
escondidas a la ciudad a ayudarles y a socorrer y consolar a los que estaban en
las cárceles, y a llevarles la Sagrada Eucaristía.
Cuenta la tradición que a la cueva
donde estaba escondido el santo, llegaban las fieras heridas o enfermas y él
las curaba. Y que estos animales venían en gran cantidad a visitarlo
cariñosamente. Pero un día él vio que por la cuesta arriba llegaban los
cazadores del gobierno y entonces espantó a las fieras y las alejó y así las
libró de ser víctimas de la cacería.
Entonces los cazadores, en
venganza, se lo llevaron preso. Su llegada a la ciudad fue una verdadera
apoteosis, o paseo triunfal, pues todas las gentes, aun las que no pertenecían
a nuestra religión, salieron a aclamarlo como un verdadero santo y un gran
benefactor y amigo de todos.
El gobernador le ofreció muchos
regalos y ventajas temporales si dejaba la religión de Jesucristo y si se
pasaba a la religión pagana, pero San Blas proclamó que él sería amigo de Jesús
y de su santa religión hasta el último momento de su vida.
Entonces fue apaleado brutalmente
y le desgarraron con garfios su espalda. Pero durante todo este feroz martirio,
el santo no profirió ni una sola queja. El rezaba por sus verdugos y para que
todos los cristianos perseveraran en la fe.
El gobernador, al ver que el santo
no dejaba de proclamar su fe en Dios, decretó que le cortaran la cabeza. Y cuando
lo llevaban hacia el sitio de su martirio iba bendiciendo por el camino a la
inmensa multitud que lo miraba llena de admiración y su bendición obtenía la
curación de muchos.
Pero hubo una curación que
entusiasmó mucho a todos. Una pobre mujer tenía a su hijito agonizando porque
se le había atravesado una espina de pescado en la garganta. Corrió hacia un
sitio por donde debía pasar el santo. Se arrodilló y le presentó al enfermito
que se ahogaba. San Blas le colocó sus manos sobre la cabeza al niño y rezó por
él. Inmediatamente la espina desapareció y el niñito recobró su salud. El
pueblo lo aclamó entusiasmado.
Le cortaron la cabeza era el año
316. Y después de su muerte empezó a obtener muchos milagros de Dios en favor
de los que le rezaban. Se hizo tan popular que en sólo Italia llegó a tener 35
templos dedicados a él. Su país, Armenia, se hizo cristiano pocos años después
de su martirio.
En la Edad Antigua era invocado
como Patrono de los cazadores, y las gentes le tenían gran fe como eficaz
protector contra las enfermedades de la garganta. El 3 de febrero bendecían dos
velas en honor de San Blas y las colocaban en la garganta de las personas
diciendo: "Por intercesión de San Blas, te libre Dios de los males de
garganta". Cuando los niños se enfermaban de la garganta, las mamás
repetían: "San Blas bendito, que se ahoga el angelito".
A San Blas, tan amable y
generoso, pidámosle que nos consiga de Dios la curación de las enfermedades
corporales de la garganta, pero sobre todo que nos cure de aquella enfermedad
espiritual de la garganta que consiste en hablar de todo lo que no se debe de
hablar y en sentir miedo de hablar de nuestra santa religión y de nuestro
amable Redentor, Jesucristo.
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