Nació en Asís, Italia en 1838. Su nombre en el
mundo era Francisco Possenti. Era el décimo entre 13 hermanos. Su padre
trabajaba como juez de la ciudad.
A los 4 años quedó huérfano de madre. El papá, que
era un excelente católico, se preocupó por darle una educación esmerada,
mediante la cual logró ir dominando su carácter fuerte que era muy propenso a
estallar en arranques de ira y de mal genio.
Tuvo la suerte de educarse con dos comunidades de
excelentes educadores: los Hermanos Cristianos y los Padres Jesuitas; y las
enseñanzas recibidas en el colegio le ayudaron mucho para resistir los ataques
de sus pasiones y de la mundanalidad.
El joven era sumamente esmerado en vestirse a la
última moda. Y sus facciones elegantes y su fino trato, a la vez que su
rebosante alegría y la gran agilidad para bailar, lo hacían el preferido de las
muchachas en las fiestas. Su lectura favorita eran las novelas, pero le sucedía
como en otro tiempo a San Ignacio, que al leer novelas, en el momento sentía
emoción y agrado, pero después le quedaba en el alma una profunda tristeza y un
mortal hastío y abatimiento. Sus amigos lo llamaban "el enamoradizo".
Pero los amores mundanos eran como un puñal forrado con miel". Dulces por
fuera y dolorosos en el alma.
En una de las 40 cartas que de él se conservan, le
escribe a un antiguo amigo, cuando ya se ha entrado de religioso: "Mi buen
colega; si quieres mantener tu alma libre de pecado y sin la esclavitud de las
pasiones y de las malas costumbres tienes que huir siempre de la lectura de
novelas y del asistir a teatros donde se dan representaciones mundanas. Mucho
cuidado con las reuniones donde hay licor y con las fiestas donde hay
sensualidad y huye siempre de toda lectura que pueda hacer daño a tu alma. Yo
creo que si yo hubiera permanecido en el mundo no habría conseguido la
salvación de mi alma. ¿Dirás que me divertí bastante? Pues de todo ello no me
queda sino amargura, remordimiento y temor y hastío. Perdóname si te di algún
mal ejemplo y pídele a Dios que me perdone también a mí".
Al terminar su bachillerato, y cuando ya iba a
empezar sus estudios universitarios, Dios lo llamó a la conversión por medio de
una grave enfermedad. Lleno de susto prometió que si se curaba de aquel mal, se
iría de religioso. Pero apenas estuvo bien de salud, olvidó su promesa y siguió
gozando del mundo.
Un año después enferma mucho más gravemente. Una
laringitis que trata de ahogarlo y que casi lo lleva al sepulcro. Lleno de fe
invoca la intercesión de un santo jesuita martirizado en las misiones y promete
irse de religioso, y al colocarse una reliquia de aquel mártir sobre su pecho,
se queda dormido y cuando despierta está curado milagrosamente. Pero apenas se
repone de su enfermedad empieza otras vez el atractivo de las fiestas y de los
enamoramientos, y olvida su promesa.
Es verdad que pide ser admitido como jesuita y es
aceptado, pero él cree que para su vida de hombre tan mundano lo que está
necesitando es una comunidad rigurosa, y deja para más tarde el entrar a una
congregación de religiosos.
Estalla la peste del cólera en Italia. Miles y
miles de personas van muriendo día por día. Y el día menos pensado muere la
hermana que él más quiere. Considera que esto es un llamado muy serio de Dios
para que se vaya de religioso. Habla con su padre, pero a éste le parece que un
joven tan amigo de las fiestas mundanas se va a aburrir demasiado en un convento
y que la vocación no le va a durar quizá ni siquiera unos meses.
Pero un día asiste a una procesión con la imagen de
la Virgen Santísima. Nuestro joven siempre le ha tenido una gran devoción a la
Madre de Dios y probablemente esta devoción fue la que logró librarlo de las
trampas del mundo y en plena procesión levanta sus ojos hacia la imagen de la
Virgen y ve que Ella lo mira fijamente con una mirada que jamás había sentido
en su vida. Ante esto ya no puede resistir más. Se va a donde su padre a rogarle
que lo deje irse de religioso. El buen hombre le pide el parecer al confesor de
su hijo, y recibida la aprobación de este santo sacerdote, le concede el
permiso de entrar a una comunidad bien rígida y rigurosa, los Padres
Pasionistas.
Al entrar de religioso se cambia el nombre y en
adelante se llamará Gabriel de la Dolorosa. Gabriel, que significa: el que
lleva mensajes de Dios. Y de la Dolorosa, porque su devoción mariana más
querida consiste en recordar los siete dolores o penas que sufrió la Virgen
María. Desde entonces será un hombre totalmente transformado.
Gabriel había gozado siempre de muchas comodidades
en la vida y le había dado gusto a sus sentidos y ahora entra a una comunidad
donde se ayuna y donde la alimentación es tosca y nada variada. Los primeros
meses sufre un verdadero martirio con este cambio tan brusco, pero nadie le oye
jamás una queja, ni lo ve triste o disgustado.
Gabriel lo que hacía, lo hacía con toda el alma. En
el mundo se había dedicado con todas sus fuerzas a las fiestas mundanas, pero
ahora, entrado de religioso, se dedicó con todas las fuerzas de su personalidad
a cumplir exactamente los Reglamentos de su Comunidad. Los religiosos se
quedaban admirados de su gran amabilidad, de la exactitud total con la que
cumplía todo lo que se le mandaba, y del fervor impresionante con el que
cumplía sus prácticas de piedad.
Su vida religiosa fue breve. Apenas unos seis años.
Pero en él se cumple lo que dice el Libro de la Sabiduría: "Terminó sus
días en breve tiempo, pero ganó tanto premio como si hubiera vivido muchos
años".
Su naturaleza protestaba porque la vida religiosa
era austera y rígida, pero nadie se daba cuenta en lo exterior de las
repugnancias casi invencibles que su cuerpo sentí ante las austeridades y
penitencias. Su director espiritual sí lo sabía muy bien.
Al empezar los estudios en el seminario mayor para
prepararse al sacerdocio, leyó unas palabras que le sirvieron como de lema para
todos sus estudios, y fueron escritas por un sabio de su comunidad, San Vicente
María Strambi. Son las siguientes: "Los que se preparan para ser
predicadores o catequistas, piensen mientras estudian, que una inmensa cantidad
de pobres pecadores les suplica diciendo: por favor: prepárense bien, para que
logren llevarnos a nosotros a la eterna salvación". Este consejo tan
provechoso lo incitó a dedicarse a los estudios religiosos con todo el
entusiasmo de su espíritu.
Cuando ya Gabriel está bastante cerca de llegar al
sacerdocio le llega la terrible enfermedad de la tuberculosis. Tiene que recluirse
en la enfermería, y allí acepta con toda alegría y gran paciencia lo que Dios
ha permitido que le suceda. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo
en ahogo, vive todo un año repitiendo de vez en cuando lo que Jesús decía en el
Huerto de los Olivos: "Padre, si no es posible que pase de mí este cáliz
de amargura, que se cumpla en mí tu santa voluntad".
La Comunidad de los Pasionistas tiene como
principal devoción el meditar en la Santísima Pasión de Jesús. Y al pensar y
repensar en lo que Cristo sufrió en la Agonía del Huerto, y en la Flagelación y
coronación de espinas, y en la Subida al Calvario con la cruz a cuestas y en
las horas de mortal agonía que el Señor padeció en la Cruz, sentía Gabriel tan
grande aprecio por los sufrimientos que nos vuelven muy semejantes a Jesús
sufriente, que lo soportaba todo con un valor y una tranquilidad
impresionantes.
Pero había otra gran ayuda que lo llenaba de valor
y esperanza, y era su fervorosa devoción a la Madre de Dios. Su libro mariano
preferido era "Las Glorias de María", escrito por San Alfonso, un
libro que consuela mucho a los pecadores y débiles, y que aunque lo leamos diez
veces, todas las veces nos parece nuevo e impresionante. La devoción a la Sma.
Virgen llevó a Gabriel a grados altísimos de santidad.
A un religioso le aconsejaba: "No hay que
fijar la mirada en rostros hermosos, porque esto enciende mucho las
pasiones". A otro le decía: "Lo que más me ayuda a vivir con el alma
en paz es pensar en la presencia de Dios, el recordar que los ojos de Dios
siempre me están mirando y sus oídos me están oyendo a toda hora y que el Señor
pagará todo lo que se hace por él, aunque sea regalar a otro un vaso de
agua".
Y el 27 de febrero de 1862, después de recibir los
santos sacramentos y de haber pedido perdón a todos por cualquier mal ejemplo
que les hubiera podido dar, cruzó sus manos sobre el pecho y quedó como si
estuviera plácidamente dormido. Su alma había volado a la eternidad a recibir
de Dios el premio de sus buenas obras y de sus sacrificios. Apenas iba a
cumplir los 25 años.
Poco después empezaron a conseguirse milagros por
su intercesión y en 1926 el Sumo Pontífice lo declaró santo, y lo nombró
Patrono de los Jóvenes laicos que se dedican al apostolado.