Hay 16
santos o beatos que llevan el nombre de Hugo. Los dos más famosos son San Hugo,
Abad de Cluny 1109, y San Hugo, obispo de quien vamos a hablar hoy.
San Hugo
nació en Francia en el año 1052. Su padre Odilón, que se había casado dos
veces, al quedar viudo por segunda vez se hizo monje cartujo y murió en el
convento a la edad de cien años, teniendo el consuelo de que su hijo que ya era
obispo, le aplicara los últimos sacramentos y le ayudara a bien morir.
A los 28
años nuestro santo ya era instruido en ciencias eclesiásticas y tan agradable
en su trato y de tan excelente conducta que su obispo lo llevó como secretario
a una reunión de obispos que se celebraba en Aviñón en el año 1080 para tratar
de poner remedio a los desórdenes que había en la diócesis de Grenoble.
Allá en esa
reunión o Sínodo, los obispos opinaron que el más adaptado para poner orden en
Grenoble era el joven Hugo y le propusieron que se hiciera ordenar de sacerdote
porque era un laico. El se oponía porque era muy tímido y porque se creía
indigno, pero el Delegado del Sumo Pontífice logró convencerlo y le confirió la
ordenación sacerdotal. Luego se lo llevó a Roma para que el Papa Gregorio VII
lo ordenara de obispo.
En Roma el
Pontífice lo recibió muy amablemente. Hugo le consultó acerca de las dos cosas
que más le preocupaban: su timidez y convicción de que no era digno de ser
obispo, y las tentaciones terribles de malos pensamientos que lo asaltaban
muchas veces.
El
Pontífice lo animó diciéndole que "cuando Dios da un cargo o una
responsabilidad, se compromete a darle a la persona las gracias o ayudas que
necesita para lograr cumplir bien con esa obligación", y que los
pensamientos aunque lleguen por montones a la cabeza, con tal de que no se
consientan ni se dejen estar con gusto en nuestro cerebro, no son pecado ni
quitan la amistad con Dios.
Gregorio
VII ordenó de obispo al joven Hugo que sólo tenía 28 años, y lo envió a dirigir
la diócesis de Grenoble, en Francia. Allá estará de obispo por 50 años, aunque
renunciará el cargo ante 5 Pontífices, pero ninguno le aceptará la renuncia.
Al llegar a
Grenoble encontró que la situación de su diócesis era desastrosa y quedó
aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los cargos eclesiásticos se
concedían a quien pagaba más dinero (Simonía se llama este pecado).
Los
sacerdotes no se preocupaban por cumplir buen su celibato. Los laicos se habían
apoderado de los bienes de la Iglesia.
En el obispado
no había ni siquiera con qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía
casi en religión y la ignorancia era total.
Por varios
años se dedicó a combatir valientemente todos estos abusos. Y aunque se echó en
contra la enemistad de muchos que deseaban seguir por el camino de la maldad,
sin embargo la mayoría acepto sus recomendaciones y el cambio fue total y
admirable. El dedicaba largas horas a la oración y a la meditación y recorría
su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar
el bien.
Todos veían
con admiración los cambios tan importantes en la ciudad, en los pueblos y en
los campos desde que Hugo era obispo. El único que parecía no darse cuenta de
todos estos éxitos era él mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil para
este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia.
Pero el
Sumo Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a
volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra
vez a su diócesis a seguir siendo obispo. Al volver del convento parecía como
Moisés cuando volvió del Monte Sinaí que llegaba lleno de resplandores.
Las gentes
notaron que ahora llegaba más santo, más elocuente predicador y más fervoroso
en todo.
Un día
llegó San Bruno con 6 amigos a pedirle a San Hugo que les concediera un sitio
donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse santos
a base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo obispo les
dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas tierras desiertas y apartadas fue
fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo (hablan el
domingo de Pascua) y donde el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus
religiosos a una gran santidad.
Se dice que
al construir la casa para los Cartujos no se encontraba agua por ninguna parte.
Y que San Hugo con una gran fe, recordando que cuando Moisés golpeó la roca, de
ella brotó agua en abundancia, se dedicó a cavar el suelo con mucha fe y
oración y obtuvo que brotara una fuente de agua que abasteció a todo el gran
convento.
En adelante
San Bruno fue el director espiritual del obispo Hugo, hasta el final de su
vida. Y se cumplió lo que dice el Libro de los Proverbios: "Triunfa quien
pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones". A veces se retiraba
de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a meditar y a hacer
penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus propias palabras
"Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y lo demás se lo
comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes, que mueven a
admiración".
Para San
Hugo sus días en la Cartuja eran como un oasis en medio del desierto de este
mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba varios días allí, su director
San Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente de su diócesis, y tenía que
volverse otra vez a su ciudad.
Los
sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad
las órdenes y consejos del Santo obispo. Pero los relajados, y sobre todo
muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este Monseñor no tenían
toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y se esforzaron por
hacerlo sufrir todo lo que pudieron. El callaba y soportaba todo con paciencia
por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los enemigos de la
santidad se le unían las enfermedades.
Trastornos
gástricos que le producían dolores y le impedían digerir los alimentos. Un
dolor de cabeza continuo por más de 40 años que no lo sabían sino su médico y
su director espiritual y que nadie podía sospechar porque su semblante era
siempre alegre y de buen humor.
Y el
martirio de los malos pensamientos que como moscas inoportunas lo rodearon toda
su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o los
admitiera con gusto en su cerebro.
Varias
veces fue a Roma a visitar al Papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de
obispo porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual
II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia porque sabían que era un
gran apóstol y que si se creía indigno, ello se debía más a su humildad, que a
que en realidad no estuviera cumpliendo bien sus oficios de obispo. Cuando ya
muy anciano le pidió al Papa Honorio II que lo librara de aquel cargo porque
estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo Pontífice le respondió:
"Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que
esté lleno de juventud y de salud".
Era un gran
orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían
profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que en medio de sus sermones,
grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a suplicar a grandes
voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían
numerosas conversiones.
Tenía gran
horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba hablar contra otros
exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así". Y no aceptaba quejas
contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.
Una vez, cuando
por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y gran escasez de alimentos,
vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos de especial valor que
había en su casa y con ese dinero compró alimentos para los pobres. Y muchos
ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así lograron conseguir
comida para la gente que se moría de hambre.
Al final de
su vida la artritis le producía dolores inmensos y continuos pero nadie se daba
cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla de sonrisas
para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a Dios y
salvación de las almas.
Un día al
verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "- Padre, ¿por qué llora,
si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado?- ". Y él
le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus propios
ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname aun de
aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no recuerdo".
Poco antes
de su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba eran los Salmos y el
Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y rezando padres nuestros…
Murió
cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa
Inocencio II lo declaró santo, dos años después de su muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario