Nació en Bologna, Francia, en
1748. Era el mayor de los quince hijos de un librero acomodado. Sus padres lo
colocaron a estudiar junto a un tío sacerdote, el Padre Santiago, que todo se
lo daba a los pobres y a quien la gente llamaba "un nuevo San
Vicente".
Benito José sentía una enorme
inclinación a la lectura de la Sagrada Escritura y a leer Vidas de Santos y
libros religiosos. Tanto que su tío tenía que recordarle de vez en cuando que
debía dedicar también tiempo suficiente a estudiar otras materias. Otra de sus
inclinaciones era hacia la vida retirada del mundo, hacia la vida de oración y
de meditación, apartado del trato con los demás.
Su tío sacerdote murió por atender a enfermos de peste, y entonces Benito
José se propuso entrar a algún convento donde la vida fuera totalmente dedicada
a la oración, el silencio y las penitencias. Viajando a pie centenares de
kilómetros, muchas veces por entre la nieve, visitó varios conventos de
Cartujos y de Trapenses monjes en perpetuo silencio pero en cada convento le
respondieron que la edad mínima para entrar era de 24 años, y que como sólo
tenía 20 años, no podía ser admitido. Al fin en un convento hicieron una
excepción y lo admitieron, pero entonces le llegó la enfermedad de los
escrúpulos imaginar que es pecado lo que no lo es y le empezaron terribles
angustias, que el mismo Superior tuvo que aconsejarle que se retirara, porque
su temperamento no era para vivir encerrado en un convento. Benito bajó
humildemente la cabeza y dijo: "Hágase la santa voluntad de Dios", y
se alejó meditabundo
Desde entonces empieza Benito
José una vida poco común. Dispone conseguir la santidad siendo un perpetuo
mendigo, un peregrino errante, de santuario en santuario. Benito se propuso
dedicar muchos años de su vida a visitar los santuarios más famosos de Europa,
a pie, descalzo, pidiendo limosna, vestido como un pordiosero y dedicado
únicamente a rezar, meditar y hacer penitencia.
Andaba descalzo aun en plena nieve, pedregales o barro con un vestido
sumamente viejo y descolorido, lleno de remiendos. Con un pobre morral donde
únicamente llevaba la Imitación de Cristo y un Devocionario para leer los
Salmos y otras oraciones, practicaba el consejo de Jesús: "No llevéis
alforja con provisiones, ni dinero, ni dos túnicas" Se propuso ser un
monje errante, un vagabundo de Dios, un ser tan espiritual que olvidado de su
cuerpo, vivirá de lo que a los demás les sobre. Para siempre será ya un
peregrino errante. Sobre su camisa remendada lleva un escapulario y un
crucifijo. Las primeras tres noches que estuvo en Roma, después de viajar
centenares y centenares de kilómetros desde Francia, a pie, pidiendo limosna
las pasó en un hospicio de pobres, pero luego le pareció que eso era demasiado
lujo para él y en adelante dormirá siempre a la intemperie o en el quicio de
una puerta, o bajo un puente, o al abrigo de una escalera, o donde la noche lo
sorprenda. Nunca aceptaba un lecho o una cama. Lo más que aceptaba era un
costal para acostarse en él. Quería asemejarse a Jesús que no tenía ni una
piedra para recostar la cabeza. Su filosofía era la de las avecillas del cielo,
a las cuales Dios alimenta y que no viven preocupadas por el día de mañana,
porque el Padre Dios sabe muy bien que es lo que vamos a necesitar. Las
personas ordinarias al verlo sentían desprecio por él y los orgullosos hasta le
tenían asco, pero las personas muy espirituales sentían hacia él una honda
admiración.
Como si fuera un monje cartujo,
por los caminos no hablaba con nadie, a no ser que sintiera la inspiración para
decirle alguna palabra espiritual a alguien. Cuando le daban una limosna que él
nunca pidió a nadie daba las gracias y buscaba a otro más pobre para dársela a
él. Andaba por todos esos caminos de Europa de santuario en santuario, desde
España hasta Francia, Alemania, Italia, etc., absorto, como dedicado a la
contemplación y a hablar con Dios. Cuando llegaba a un santuario se pasaba los
días enteros orando allí ante la santa imagen. Cuando oraba ante el Santísimo
Sacramento o ante un crucifijo se le pasaban las horas sin darse cuenta y a
veces se elevaba varios centímetros por los aires.
A un sacerdote que le preguntó de qué estaba compuesto él para ser capaz
de soportar semejante vida le dijo: "Mi cerebro está compuesto de fuego
para amar a Dios. Mi corazón es de carne para poder tener caridad para con el
prójimo. Mi voluntad es de bronce para tratarme duro a mí mismo".
A otro que le recomendó que no
durmiera en el suelo le respondió: "Me parece que Dios quiere que yo le
sirva de esta manera. Los pobres dormimos en el lugar donde nos llega la noche…
los que ya nos acostumbramos a la pobreza no necesitamos cama demasiado cómoda
para dormir… además en este modo de vivir siento más facilidad para comunicarme
con el buen Dios".
Las gentes le demostraban mucho
desprecio y nada deseaba él tanto como ser despreciado y tenido por nada. Pero
nunca lo lograban despreciar los otros como se despreciaba a sí mismo. Un
hombre le regaló un día una limosna y Benito José se apresuró a obsequiársela a
otro más pobre que él. El que le había dado la limosna creyó que eso era un
desprecio y le dio una fueteara. Benito se dejó golpear sin pronunciar una sola
palabra. En un santuario lo confundieron con un ladrón y lo sacaron a rastras
del templo hacia la plaza. El no se defendió. En Gascuña se acercó a atender a
un herido y las gentes dijeron que era él quien lo había atracado y le dieron
una paliza. No dijo ni una palabra. Imitaba a Jesús de quien siete veces dice
el Evangelio que callaba, mientras lo maltrataban.
Era tan flaco y desgastado que al dormir enroscado en un rincón las
gentes lo confundían con un perro dormido y le daban patadas para que se fuera.
Y mientras más se humillaba él, más se preocupaba Dios por elevarlo. Su
padre confesor que al principio dudaba mucho de él, se fue convenciendo cada
día más y más de que se trataba de un verdadero santo y fue recogiendo datos
para su biografía. Don Jorge Zittli un convertido, vio un día que Benito José
se acercaba a una mujer que lloraba porque su hijito agonizaba y le dijo: "Deja
de llorar mujer, que tu niño ya está bien", y al colocarle la mano sobre
la cabeza del niño, éste quedó instantáneamente curado.
Desde 1777 su devoción preferida
será asistir a las "Cuarenta horas", esta hermosa devoción que
consiste en exponer la Santa Hostia o sea el cuerpo de Cristo, y dedicarse los
parroquianos durante 40 horas a rendirle, por turnos, piadosa adoración. Donde
quiera que en Roma hubiera 40 horas en un templo, allí estaba Benito José los
tres días adorando al Santísimo Sacramento. Tanto que la gente lo llamaba
"El santo de las cuarenta horas".
El padre Daffini vio a Benito en
el templo de los Santos Apóstoles, rodeado por un gran resplandor, mientras
adoraba la Santa Hostia. María Poeti lo vio lleno de resplandores y elevarse
sobre el suelo mientras adoraba al Señor en la Eucaristía.
El padre Pompei, Capellán de
Santa María La Mayor vio que sobre el corazón de nuestro santo se veían
llamaradas mientras adoraba la Santa Hostia.
Los últimos años pasaba los días
enteros en los templos orando y por las noches iba a dormir en las ruinas del
Coliseo.
La debilidad lo obligó en sus
últimos días a aceptar ser recibido en un albergue de mendigos de Roma, y allí
su obediencia y su piedad llamaron la atención a los encargados. Benito era
siempre el último en acudir a recibir su porción de sopa, y con frecuencia la
regalaba a otro que tenía más hambre que él.
A principios de la cuaresma de 1783 adquirió un violento resfriado y el
Miércoles Santo estando rezando en un templo cayó desmayado. Muchos acudieron a
socorrerlo y un carnicero lo llevó a su casa para atenderlo. Le aplicaron la
Unción de los Enfermos y el Jueves Santo - 16 de abril - a la madrugada pasó a
la eternidad. Aquella mañana mientras las campanas de los templos de Roma
repicaban en la ceremonia del Jueves Santo, su alma volaba a escuchar los
repiques de gloria en el Reino de los Cielos.
Apenas se supo la noticia de su
muerte, muchos niños empezaron a gritar por las calles: "¡Ha muerto el
santo! ¡Ha muerto el santo!", y un gentío enorme acudió a venerar sus
despojos y empezó una cadena admirable de milagros junto a sus reliquias.
Exactamente cien años después de
su muerte, en 1883, fue declarado santo por el Sumo Pontífice. Varios volúmenes
de documentos en Roma comprueban su gran santidad.
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