Este fue el Santo más importante del África y el más brillante
de los obispos de este continente, antes de que apareciera San Agustín.
Había nacido en el año 200 en Cartago (norte de África) y se
dedicó a la labor de educador, conferencista y orador público. Tenía una
inteligencia privilegiada, una gran habilidad para hablar en público, y una
personalidad brillante y simpática que le conseguía un impresionante
ascendiente sobre los demás.
Llegado a la mayoría de edad se convirtió al cristianismo por
el ejemplo y las palabras de un santo sacerdote llamado Cecilio. Se hizo
bautizar y una vez bautizado hizo el juramento de permanecer siempre casto, y
de no contraer matrimonio (celibato se llama a este modo de vivir). A las
gentes les llenó de admiración el tal voto o juramento, porque esto no se
acostumbraba en aquellos tiempos.
Desde su conversión, descubrió Cipriano que la S. Biblia
contiene tesoros maravillosos de buenas enseñanzas y se dedicó con toda su
brillante inteligencia a estudiar este Libro Santo y a leer los comentarios que
los antiguos santos habían escrito, respecto de la Sagrada Escritura. Hizo el
sacrificio de renunciar a sus literatos mundanos que tanto le agradaban antes,
y en adelante ya nunca citará ni siquiera una frase de un autor que no sea
cristiano católico. Escribió un comentario acerca del Padrenuestro, tan bello,
que hasta ahora no ha sido superado por otro autor.
Fue ordenado sacerdote, y en el año 248 al morir el obispo de
Cartago, el pueblo y los sacerdotes aclamaron a Cipriano como el más digno para
ser el nuevo obispo de la ciudad.
El se resistía y quería huir o esconderse, pero al fin se dio
cuenta de que era inútil oponerse al querer popular y aceptó tan importante
cargo, diciendo: "Me parece que Dios ha expresado su voluntad por medio
del clamor del pueblo y de la aclamación de los sacerdotes". Y llegó a ser
el más importante de todos los obispos que tuvo Cartago.
Un escritor de ese tiempo dejó este retrato de la bondad y
venerabilidad de Cipriano: "Era majestuoso y venerable, inspiraba
confianza a primera vista y nadie podía mirarle sin sentir veneración hacia él.
Tenía una agradable mezcla de alegría y venerabilidad, de manera que los que lo
trataban no sabían qué hacer más: si quererlo o venerarlo, porque merecía el
más grande respeto y el mayor amor".
En el año 251 el emperador Decio decreta una terrible
persecución contra los cristianos. Le interesaba sobre todo acabar con los
obispos y destruir los libros sagrados. Y para que el mal a la religión sea
mayor invita a todos los que quieren renegar de la religión cristiana a que
quemen incienso ante los dioses y ya con eso quedan perdonados. Muchísimos caen
en esta trampa, y con tal de no perder sus bienes, su libertad y su vida misma,
queman incienso ante las imágenes de los ídolos paganos, y reniegan de la santa
religión. El mal es inmenso.
Cipriano, con gran prudencia, viendo que lo que primero buscan
es acabar con todos los jefes de la Iglesia, huye y se esconde, pero desde su
escondite envía continúas cartas a los creyentes invitándolos a no abandonar la
religión por nada en la vida. Los paganos recorren las calles de Cartago
gritando: "Pedimos que Cipriano sea echado a los leones". Pero no lo
lograron encontrar para echarlo a las fieras.
Hubo un corto período de paz y Cipriano volvió a su cargo de
obispo. Pero encontró que algunos aceptaban sin más en la Iglesia a los que
habían apostatado de la religión, sin exigirles hacer penitencia de ninguna
clase. Se opuso a esta relajación y en adelante a todo renegado que quiso
volver a la Iglesia le exigió que hiciera antes cierto tiempo de penitencia.
Así preparaba a los creyentes para que en las próximas persecuciones no se
dejaran dominar por el miedo y no renegaran tan fácilmente de sus creencias.
Muchos se oponían a esta severidad, pero era necesaria para prevenir el peligro
de apóstatas en la próxima persecución que ya se avecinaba. Y sucedió que
cuando vinieron después las más espantables persecuciones, los cristianos
prefirieron morir antes que quemar incienso a los dioses de los paganos. Y
fueron mártires gloriosos.
El año 252, llega la peste de tifo negro a Cartago y empiezan
a morir cristianos por centenares y quedan miles de huérfanos. El obispo
Cipriano se dedica a repartir ayudas a los que han quedado en la miseria. Vende
todo lo más valioso que hay en su casa episcopal, y pronuncia unos de los
sermones más bellos que se han compuesto en la Iglesia Católica acerca de la
limosna. Todavía hoy al leer tan emocionantes sermones, siente uno un deseo
inmenso de dedicarse a ayudar a los necesitados. Sus oyentes se conmovieron al
escucharle tan impresionantes enseñanzas y fueron generosísimos en auxiliar a
las víctimas de la epidemia.
El año 257 el emperador Valeriano decretó una violentísima
persecución contra los cristianos. Pena de destierro para todo creyente que
asistiera a un acto de culto cristiano, y pena de muerte para cualquier obispo
o sacerdote que se atreviera a celebrar una ceremonia religiosa. A Cipriano le
decretan en el año 157 pena de destierro, pero como donde quiera que vaya sigue
celebrando ceremonias religiosas, en el año 258 le decretan pena de muerte. Se
conservan las actas de la última audiencia que los jueces le hicieron para
condenarlo al martirio. Son muy interesantes. Dicen así:
El juez: El emperador Valeriano ha dado órdenes de que no se
permite celebrar ningún otro culto, sino el de nuestros dioses. ¿Ud. Qué
responde?
Cipriano:
Yo soy cristiano y soy obispo. No reconozco a ningún otro Dios, sino al único y
verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. A El rezamos cada día los
cristianos.
El 14 de septiembre una gran multitud de cristianos se reunió
frente a la casa del juez. Este le preguntó al mártir: "¿Es usted el
responsable de toda esta gente?
Cipriano:
Si, lo soy.
El juez: El emperador le ordena que ofrezca sacrificios a los
dioses.
Cipriano:
No lo haré nunca.
El juez: Píénselo bien.
Cipriano: Lo que le han ordenado hacer, hágalo pronto. Que en
estas cosas tan importantes mi decisión es irrevocable, y no va a cambiar.
El juez Valerio consultó a sus consejeros y luego de mala gana
dictó esta sentencia: "Ya que se niega a obedecer las órdenes del
emperador Valeriano y no quiere adorar a nuestros dioses, y es responsable de
que todo este gentío siga sus creencias religiosas, Cipriano: queda condenado a
muerte. Le cortarán la cabeza con una espada".
Al oír la sentencia, Cipriano exclamó: ¡Gracias sean dadas a
Dios!
Toda
la inmensa multitud gritaba: "Que nos maten también a nosotros, junto con
él", y lo siguieron en gran tumulto hacia el sitio del martirio.
Al llegar al lugar donde lo iban a matar Cipriano mandó
regalarle 25 monedas de oro al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Los
fieles colocaron sábanas blancas en el suelo para recoger su sangre y llevarla
como reliquias.
El santo obispo se vendó él mismo los ojos y se arrodilló. El
verdugo le cortó la cabeza con un golpe de espada. Esa noche los fieles
llevaron en solemne procesión, con antorchas y cantos, el cuerpo del glorioso
mártir para darle honrosa sepultura.
A los
pocos días murió de repente el juez Valerio. Pocas semanas después, el
emperador Valeriano fue hecho prisionero por sus enemigos en una guerra en
Persia y esclavo prisionero estuvo hasta su muerte.
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