Durante el siglo XIX
una de las mujeres más populares y de mayor fama de santidad en Roma, fue Ana
María Taigi, una sirvienta, esposa de un obrero.
Nació en 1729 en
Siena, Italia. Su padre quedó en la más absoluta pobreza y se fue a vivir a
Roma. La pusieron unos meses en la escuela, pero luego llegó una epidemia de
viruela y cerraron la escuela. Ella medio aprendió a leer, pero no aprendió a
escribir. Apenas medio garrapateaba su firma y nada más. Su familia vivía en
una mísera casucha en un barrio pobre de Roma. El papá consiguió trabajo como
obrero.
Su padre desahogaba
el mal genio que le producía su extrema pobreza, insultándola sin compasión. La
mamá también la humillaba frecuentemente, y a la pobre muchacha no le quedaba
otro remedio que callar y ofrecer todo por amor a Dios.
Aprendió a hacer
costuras, y trabajando en el almacén de dos señoras fabricaba ropa de señora, y
así ayudaba a conseguir la alimentación para su familia. Y aunque sus padres,
que en vez de conformarse con sus suerte, eran cada día más irascibles y la
trataban con extrema dureza, ella tenía siempre la sonrisa en los labios,
tratando de alegrar un poco la amargada vida de su hogar. Su mayor consuelo y
alegría los encontraba en la oración.
Un día en la casa
donde trabajaba su padre, le avisaron que quedaba vacante un puesto de
sirvienta, y él llevó para allí a Ana María. Poco después la mamá fue admitida
allí también como sirvienta, y así la familia tuvo ya una habitación fija y la
alimentación segura. Ana María era una excelente trabajadora y todos en la casa
quedaron muy contentos del modo tan exacto como cumplía sus labores.
Cuando Ana tenía 20
años y era una joven muy hermosa, empezó a encontrarse cada semana con un
obrero de 28 años llamado Domingo Taigi que venía a traer mercado a la familia
donde ella trabajaba. Se enamoraron y se casaron. El era tosco, malgeniado, y
duro de carácter, pero buen trabajador, y ella lo irá transformando poco a poco
en un buen cristiano. En su matrimonio tuvieron siete hijos.
Un día en que Domingo
y Ana María fueron a visitar la Basílica de San Pedro, un santo sacerdote, el
padre Angel, sintió que cuando ella pasaba por frente a él, una voz en la
conciencia le decía: "Fíjese en esa mujer. Dios se la va a confiar para
que la dirija espiritualmente. Trabaje por su conversión, que está destinada a
hacer mucho bien". El padre grabó bien la imagen de Ana, pero ella se
alejó sin saber aquello que había sucedido.
Y he aquí que
nuestra santa empezó a sentir un deseo inmenso de encontrar algún buen
sacerdote que la dirigiera espiritualmente, para poder llegar a la santidad.
Estuvo en varios templos pero ningún sacerdote quería comprometerse a darle
dirección espiritual. Además era una simple sirvienta analfabeta y llena de
hijos. Pocas esperanzas podía dar una mujer de tal clase.
Pero un día al llegar
a un templo vio a un padre confesando y se fue a su confesionario. Era el padre
Ángel, el cual al verla llegar le dijo:
-"Por
fin ha venido, buena mujer. La estaba aguardando. Dios la quiere guiar hacia la
santidad. No desatienda esta llamada de Dios"- Y le contó las palabras que
había escuchado el día que la vio por primera vez en la Basílica de San Pedro.
Desde entonces
empieza para Ana María una nueva vida espiritual. Bajo la dirección espiritual
del padre Ángel comienza a llevar una vida de oración y penitencia, pero por
consejo de su director espiritual deja de hacer ciertas penitencias que le
hacían daño para la salud y se dedica a cumplir aquel viejo lema: "La
mejor penitencia es la paciencia". En pleno verano bajo el calor más
ardiente, hace el sacrificio de no tomar bebidas refrescantes. Demuestra gran
paciencia cuando su marido estalla en arranques de mal genio. Madruga para
tener todo listo para sus hijitos que van a estudiar, y se dedica con todo el
esmero posible a educarlos lo mejor posible. Sufre con admirable paciencia las
burlas de muchas personas que la tildan de "beata" y "besa
ladrillos", etc.
Y sucede
entonces algo muy especial. Ana María empieza a ver el futuro en medio de un
globo de fuego que se le aparece. Y a su casa llegan a consultarle personas de
todas las clases sociales. Cardenales, sacerdotes, obreros y gente de las más
diversas profesiones. A unos anuncia lo que les va a suceder y a otros lo que
ya les sucedió. Y a todos da admirables consejos, ella que ni siquiera sabe
firmar.
Domingo Taigi dejó
escrito: "Cuando llegaba a mi casa la encontraba llena de gente
desconocida que venía a consultar a mi mujer. Pero ella tan pronto me veía,
dejaba a cualquiera, aunque fuera un monseñor o una gran señora y se iba a
atenderme, y a servirme la comida, y a ayudarme con ese inmenso cariño de
esposa que siempre tuvo para conmigo. Para mí y para mis hijos, Ana María era
la felicidad de la familia. Ella mantenía la paz en el hogar, a pesar de que
éramos bastantes y de muy diversos temperamentos. La nuera era muy mandona y
autoritaria y la hacía sufrir bastante, pero jamás Ana María demostraba ira o
mal genio. Hacía las observaciones y correcciones que tenía que hacer, pero con
la más exquisita amabilidad. A veces yo llegaba a casa cansado y de mal humor y
estallaba en arrebatos de ira, pero ella sabía tratarme de tal manera bien que
yo tenía que calmarme al muy poco rato. Cada mañana nos reunía a todos en casa
para una pequeña oración, y cada noche nos volvía reunir para la lectura de un
libro espiritual. A los niños los llevaba siempre a la Santa Misa los domingos
y se esmeraba mucho en que recibieran la mejor educación posible".
Para llevarla a la
santidad, Dios le permitió muy fuertes sufrimientos, que ella ofrecía siempre
por la conversión de los pecadores. Por meses y años tuvo que sufrir una gran
sequedad espiritual y angustias interiores. Antes de morir padeció siete meses
de dolorosa agonía. Y a pesar de todo, su eterna sonrisa no desaparecía de sus
labios. Sufrió la pena de ver morir a 4 de sus siete hijos. Además tuvo que
sufrir por las calumnias y murmuraciones de la gente.
De varias personas
anunció la fecha en que iban a morir y se cumplió exactamente. Anunció también
graves peligros y males que iban a llegar a la Santa Iglesia Católica y en
verdad que llegaron. Pidió a Dios y obtuvo de El que mientras que ella viviera
no llegara la peste del tifo negro a Roma. Y así sucedió. A los ocho días de su
muerte llegó a Roma la terrible peste.
Murió el 9 de junio
de 1867 a la edad de 68 años.
Por su intercesión se
han obtenido maravillosos milagros.
Su cuerpo se conserva
incorrupto en Roma.
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