Felipe, obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue martirizado durante la persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus obligaciones de diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis con gran virtud y prudencia durante la persecución. A fin de extender y perpetuar la obra de Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas y en la piedad sólida. Dos de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron la dicha de acompañar a san Felipe en el martirio. Hermes, antiguo magistrado de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual desde el momento en que recibió el diaconado y convenció a su hijo para que hiciese lo propio. Cuando Diocleciano publicó sus primeros edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a san Felipe que huyese de la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo y continuó con sus exhortaciones a su grey para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un tal Aristómaco a clausurar las puertas de la iglesia. Felipe le dijo: «¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes más bien que en el corazón de los hombres?» En seguida, el obispo reunió a los cristianos fuera de la iglesia. Al día siguiente, los esbirros del emperador sellaron los vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se reunieron frente a la iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra la puerta y, para alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a retirarse.
El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y sus cristianos celebraban el día del Señor delante de la iglesia y los mandó traer a su presencia. «¿Quién de vosotros es el maestro?», preguntó. Felipe respondió: «Yo». Bassus le dijo: «Bien sabes que el emperador ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata y los libros que acostumbráis leer». El obispo replicó: «Estamos dispuestos a entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos sino en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo puedo entregarlos». El gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó a uno de ellos que atormentase a Felipe. Este soportó el tormento con invencible valor. Hermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los libros de la verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios. Bassus le mandó azotar. En seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a Hermes al sitio en que estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó apoderarse de algunos y, cuando Hermes trató de impedirlo, le dio tan tremenda bofetada, que le dejó el rostro bañado en sangre. El gobernador reprobó la conducta de Publio y ordenó que curasen la herida de Hermes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza central y mandó a los guardias que destruyesen el techo de la iglesia. Los soldados aprovecharon la ocasión para quemar los libros sagrados, y las llamas se elevaron tan alto, que los presentes quedaron maravillados. Cuando Felipe, quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo sucedido, habló largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a los malvados y recordó al pueblo que los templos de los ídolos se habían incendiado muchas veces.
Entonces, se presentó en la plaza un sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario para el sacrificio. También llegó Bassus, seguido por la multitud. Algunos de los presentes se compadecían de los cristianos, otros, especialmente los judíos, clamaban contra ellos. Bassus exhortó a san Felipe a ofrecer sacrificios a los dioses, a los emperadores y a la fortuna de la ciudad; después, le señaló una estatua de Hércules y le dijo que se contentaría con que la tocase. El obispo replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores, pero que no podían hacer bien alguno a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacía Hermes, le preguntó sí él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes respondió: «No. Yo también soy cristiano». Bassus le preguntó: «Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?» Hermes replicó que no y que tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses. Después de emplear toda clase de amenazas y promesas para que ofreciesen el sacrificio, el gobernador mandó que los mártires fuesen conducidos a la prisión. En el camino unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires entraron en la prisión cantando gozosamente un salmo de agradecimiento a Dios. Pocos días después el gobernador permitió que se trasladasen a la casa de un tal Paneras, a donde muchos cristianos y neófitos acudieron a oír las instrucciones de los mártires. Más tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión contigua al teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.
En el ínterin, el gobernador Bassus fue sustituido por Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre razonable y su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en cambio, Justino era un hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a presencia de Justino, quien le repitió la orden del emperador y le exhortó a ofrecer sacrificios. Felipe respondió: «Soy cristiano y no puedo obedecer tus órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos». Justino le amenazó con la tortura, y el obispo respondió: «Dame tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder alguno capaz de obligarme a ofrecer sacrificios». Justino le dijo que los guardias iban a llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: «¡Dios lo quiera!» Entonces Justino ordenó que le atasen los pies y le arrastrasen a la prisión. Los guardias le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que Felipe llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron y le llevaron en brazos a la mazmorra.
Los perseguidores habían buscado durante largo tiempo al sacerdote Severo, quien se había escondido. Finalmente, movido por el Espíritu Santo, Severo se entregó y fue enviado a la prisión. Los tres mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo. Después, fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular, para esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó conducir a Felipe a las termas y dio orden de que le azotasen hasta que la carne se cayese a pedazos. El valor del mártir impresionó no sólo a la turba, sino al propio Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida mandó llamar a Hermes para azotarle. Los miembros de la corte le querían bien, pues había sido un magistrado muy popular en HeracIea. Pero Hermes permaneció firme en la fe y fue nuevamente enviado a la prisión. Los mártires dieron gracias a Dios por esa primera victoria. Tres días después, Justino los convocó de nuevo. Habiendo exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo: «Tu compañero es insensible a los horrores de la muerte. Espero que tú comprendas el valor de la vida y ofrezcas sacrificios a los dioses». Hermes respondió con una invectiva contra la idolatría. Justino gritó enfurecido: «Hablas como si quisieses convertirme al cristianismo». En seguida consultó a sus consejeros y pronunció la sentencia: «Ordenamos que Felipe y Hermes, que por su desobediencia a los edictos imperiales se han hecho indignos del nombre y los derechos de los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente para que el pueblo aprenda a obedecer».
Los mártires fueron con gran gozo al sitio de la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue llevado en brazos. Hermes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a Felipe: «Maestro, apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan nuestros pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?» Después, se volvió hacia la multitud y dijo: «El Señor me ha revelado el martirio que me espera. Soñé que una paloma blanca como la nieve venía a posarse sobre mi cabeza, descendía sobre mi pecho y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces comprendí que el Señor se había complacido en llamarme al honor del martirio». Una vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la costumbre, enterraron a Felipe en la arena hasta la altura de las rodillas y le ataron las manos a la espalda. Lo mismo hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese sostenerse sin la ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó riendo: «Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme ni siquiera en estas circunstancias». Antes de que los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes se dirigió a un cristiano llamado Velogio y 1e dijo: «Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo que digáis a mi hijo que pague cuanto se haya gastado en mí para que tenga yo la conciencia tranquila, pues aun las leyes de este mundo mandan que se paguen las deudas. Decidle también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de sus manos, como yo. Y que sea bueno con todos». En seguida, los guardias le ataron las manos y encendieron la hoguera. Los mártires alabaron a Dios y le dieron gracias mientras pudieron hablar. Sus cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber rejuvenecido y tenía las manos extendidas como si se hallase en oración. El cadáver de Hermes conservaba su color natural, sólo las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó que los cuerpos de los mártires fuesen arrojados al río, de donde algunos cristianos de Adrianópolis consiguieron rescatarlos con redes. El sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros y pidió ardientemente a Dios que le concediese compartirlos, como había compartido su defensa de la fe. Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue martirizado al día siguiente. El edicto que mandaba quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica que el martirio tuvo lugar después de la publicación de los edictos persecutorios de Diocleciano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario