Es, este uno
de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia Católica.
Nació en un
pueblecito llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386. Fue
un estudiante sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez,
y gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero,
y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que en vez de dedicarse a
conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a
conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos, y entró de
franciscano.
Como era
muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo
la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia
atrás, y con un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: "Soy
un miserable pecador". La gente le silbó y le lanzaron piedras y
basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo
recibieran de religioso.
El Padre
maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad
este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo
humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes,
pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su
vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse
valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas
palabras de Jesús: "Si el grano de trigo no cae en tierra
y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho
fruto"
A los 33
años fue ordenado de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa
predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y
por guía espiritual al gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis
y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los
demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.
Juan tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.
Su
presencia de predicador era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz
sonora y penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían
traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba "El
padre piadoso", "el santo predicador". Vibraba en la
predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la
figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del
río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: "Raza
de víboras: tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha
de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce
frutos de obras buenas será cortado y echado al fuego"
Muchos
pedían a gritos la confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en
llanto de arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos e superstición y los
libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la
mitad de las plazas.
Muchos
jóvenes al oírlo predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania
consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130.
Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las borracheras.
Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las borracheras.
Después de
predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición
sacerdotal obtenía innumerables curaciones.
Juan
convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por
su gran espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre
trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca
comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y
dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro era
siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil pero en su espíritu era un
gigante.
Después de
muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus
sermones y suman 17 gruesos volúmenes.
La
Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario Genera, y aprovechó
este altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los
franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa
llegara a un gran fervor.
Muchos se
le oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos.
Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas
en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo: "Aquél que comía
conmigo el pan en la misma mesa, se ha declarado en contra de mí". Pero
esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de
las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo:
"Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo".
Juan tenía
unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía
muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía
tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio
IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy
delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le
ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero
prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.
40 años
llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes
frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le
colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente
manera.
En 1453 los
turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron
invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.
Las
noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran
impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la
fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico.
Entonces
Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo
a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron
a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran
misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo
al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más
numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El segundo, fue cuando
ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y
salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una
bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los
combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el
tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a
abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda
desproporción entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos
los batallones gritando entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender
nuestra santa religión". Entonces los católicos dieron el asalto
final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella
región.
Jamás
empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza
irresistible de su predicación.
Las gentes
decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que
campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de
virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban.
Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus
batallones: "Tenemos un capellán santo. Hay que
portarse de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos
mal no vamos a conseguir victorias sino derrotas". Y los oficiales
afirmaban: "Este padrecito tiene más autoridad
sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación".
Mientras
los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar
en todo el mundo el Angelus o tres Avemarías diarias por los guerreros
católicos y la Sma. Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en
Budapest le levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó
la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa
religión.
Y sucedió
que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que
los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se
desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a
Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del
catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como
estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el
23 de octubre de 1456.
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