Hacia el
año 330, cierto filósofo de Tiro, llamado Meropio, deseoso de ver el mundo y
aumentar sus conocimientos, emprendió un viaje a las costas de Arabia.
Le
acompañaron en ese viaje dos discípulos: Frumencio y Edesio. Al regresar, el
navío en que iban tocó un puerto de Etiopía. Los nativos del país atacaron a
los marineros y ejecutaron a todos los pasajeros, excepto a los dos jóvenes,
quienes estudiaban bajo un árbol, a cierta distancia.
Cuando los
nativos los descubrieron, los llevaron a la presencia del rey, el cual residía
en Aksum, en la región de Tigray. El monarca se sintió atraído por los modales
y la ciencia de los jóvenes cristianos y al poco tiempo, nombró a Frumencio,
que era el mayor, secretario suyo, e hizo a Edesio copero de palacio. Poco antes
de morir, el rey agradeció a los dos jóvenes sus servicios y les devolvió la
libertad.
La reina,
que ocupó la regencia durante la minoría de su hijo mayor, pidió a Frumencio y
Edesio que se quedasen a su servicio. Frumencio, que tenía a su cargo la administración,
persuadió a ciertos mercaderes cristianos para que se estableciesen en el país;
no sólo obtuvo permiso de la reina para que practicasen libremente su religión,
sino que, con el ejemplo de su propio fervor, era un modelo viviente para los
infieles.
Cuando los
dos hijos del rey tomaron en sus manos las riendas del gobierno, Frumencio y
Edesio renunciaron a sus cargos, a pesar de los ruegos de los monarcas.
Edesio
volvió a Tiro; ahí recibió la ordenación sacerdotal y refirió sus aventuras a
Rufino, quien las consignó en su «Historia de la Iglesia». Por su parte,
Frumencio, cuyo principal deseo consistía en convertir a los etíopes, fue a
Alejandría a pedir al obispo san Atanasio que enviase un pastor a los etíopes.
San
Atanasio, juzgando que Frumencio era el más capacitado para llevar a cabo la
obra que había comenzado, le consagró obispo. Tal fue el principio de las
relaciones de los cristianos de Etiopía con la Iglesia de Alejandría, que
persisten aún en nuestros días.
Probablemente,
la consagración de San Frumencio tuvo lugar en 340 o inmediatamente después de
346 o tal vez entre los años 355 y 356. El santo volvió a Aksum, donde con su
predicación y milagros obró numerosas conversiones. Se cuenta que consiguió
ganar al cristianismo a los dos reyes, Abreha y Asbeha, cuyos nombres figuran
en el santoral etíope. Pero el emperador Constancio, que era arriano, concibió
un odio implacable por san Frumencio, porque estaba unido con san Atanasio por
los lazos de la fe y el cariño.
Viendo que
no podía atraerle a la herejía, Constancio escribió a los dos reyes etíopes que
enviasen a san Frumencio a Jorge, el obispo intruso de Alejandría, quien se
encargaría de velar por «su bienestar». En la misma carta, el emperador los
prevenía contra Atanasio «por sus muchos crímenes».
Lo único
que consiguió Constancio con su carta fue que ésta cayese en manos de san
Atanasio, quien la incluyó en su «Apología». San Frumencio murió antes de
convertir a todos los aksumitas. Después de su muerte, se le dieron los títulos
de «Abuna» nuestro padre y «Aba salama» padre de la paz.
El primado
de la Iglesia disidente de Etiopía lleva todavía hoy el título de «Abuna».
Se conserva hasta hoy una larga inscripción griega
descubierta en Aksum, que conmemora las hazañas de Aizanas, rey de los
homeritas, y de su hermano Saizanas. Ahora bien, Constancio escribió
precisamente a Aizanas y Saizanas la carta de la que hablamos arriba, que se
conserva en la Apología de san Atanasio; por consiguiente, no puede ponerse en
duda que san Frumencio haya predicado realmente el Evangelio en Aksum.
Aunque tal
vez el relato de Rufino está desfigurado por ciertas adiciones legendarias, es
perfectamente histórico que san Atanasio consagró a san Frumencio obispo de
Aksum.
Por otra
parte en el siglo IV el reino de Aksum, con su capital en la ciudad del mismo
nombre, era uno de los más poderosos de la región, y fue semillero de la
cristiandad en África.
En la
actualidad la ciudad de Aksum se considera sagrada y es la capital religiosa de
la ortodoxia etíope además de ser «patrimonio de la humanidad» por su valor
arqueológico.
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