Isabel, a los 15 años fue dada en
matrimonio por su padre el Rey de Hungría al príncipe Luis VI de
Turingia, el matrimonio tuvo tres hijos. Se amaban tan intensamente que
ella llegó a exclamar un día: "Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo,
¿Cuánto más debiera amarte a Ti?". Su esposo aceptaba de buen modo las
santas exageraciones que Isabel tenía en repartir a los pobres cuanto
encontraba en la casa. Él respondía a los que criticaban: "Cuanto más
demos nosotros a los pobres, más nos dará Dios a nosotros".
Cuando apenas de veinte años y con su
hijo menor recién nacido, su esposo, un cruzado, murió en un viaje a defender
Tierra Santa. Isabel casi se desespera al oír la noticia, pero luego se
resignó y aceptó la voluntad de Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y se
decidió entonces a vivir en la pobreza y dedicarse al servicio de los más
pobres y desamparados.
El sucesor de su marido la desterró del castillo y
tuvo que huir con sus tres hijos, desprovistos de toda ayuda material. Ella,
que cada día daba de comer a 900 pobres en el castillo, ahora no tenía quién le
diera para el desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios y sabía que nunca la
abandonaría, ni a sus hijos. Finalmente algunos familiares la recibieron
en su casa, y más tarde el Rey de Hungría consiguió que le devolvieran los
bienes que le pertenecían como viuda, y con ellos construyó un gran hospital
para pobres, y ayudó a muchas familias necesitadas.
Un Viernes Santo, después de las ceremonia, cuando
ya habían desvestido los altares en la iglesia, se arrodilló ante uno y delante
de varios religiosos hizo voto de renuncia de todos sus bienes y voto de
pobreza, como San Francisco de Asís, y consagró su vida al servicio de
los más pobres y desamparados. Cambió sus vestidos de princesa por un simple
hábito de hermana franciscana, de tela burda y ordinaria, y los últimos cuatro
años de su vida, de los 20 hasta los 24 años se dedicó a atender a los pobres
enfermos del hospital que había fundado. Se propuso recorrer calles y campos
pidiendo limosna para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del
campo. Vivía en una humilde choza junto al hospital. Tejía y hasta pescaba, con
tal de obtener con qué comprarles medicinas a los enfermos.
Tenía un director espiritual que para ayudarla en
su camino a la santidad, la trataba duramente. Ella exclamaba: "Dios mío,
si a este sacerdote le tengo tanto temor, ¿Cuanto más te debería temer a Ti, si
desobedezco tus mandamientos?"
Un día, cuando todavía era princesa, fue al templo
vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús
crucificado pensó: "¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de
espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?". Nunca más volvió con
vestidos lujosos al templo de Dios.
Una vez se encontró un leproso abandonado en el
camino, y no teniendo otro sitio en dónde colocarlo por el momento, lo acostó
en la cama de su marido que estaba ausente. Llegó este inesperadamente y le
contaron el caso. Se fue furioso a regañarla, pero al llegar a la habitación,
vio en su cama, no el leproso sino un hermoso crucifijo ensangrentado. Recordó
entonces que Jesús premia nuestros actos de caridad para con los pobres como
hechos a Él mismo.
El pueblo la llamaba "la mamacita buena".
Uno sacerdotes de aquella época escribió:
"Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad
tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada".
Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza,
afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la
vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy
resplandecientes.
El mismo emperador Federico II afirmó: "La
venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como
una estrella luminosa en la noche oscura".
Cuando apenas cumplía 24 años, el 17 de noviembre
del año 1231, pasó de esta vida a la eternidad. A sus funerales asistieron el
emperador Federico II y una multitud tan grande formada por gentes de diversos
países y de todas las clases sociales, que los asistentes decían que no se
había visto ni quizá se volvería a ver en Alemania un entierro tan concurrido y
fervoroso como el de Isabel de Hungría, la patrona de los pobres.
El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano
lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo
terribles dolores. De pronto vio a parecer a Isabel en su habitación, vestida
con trajes hermosísimos. Él dijo: "¿Señora, Usted que siempre ha vestido
trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?". Y ella
sonriente le dijo: "Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la
tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado". El paciente estiró el
brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea.
Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro
de la santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un
terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su
dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la santa, y
de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.
Estos milagros y muchos más, movieron al Sumo
Pontífice a declararla santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de su
muerte.
Santa Isabel de Hungría es patrona de la
Arquidiócesis de Bogotá.
Una Historia
No faltó quien acusó a la princesa ante el propio
duque de estar dilapidando los caudales públicos y dejar exhaustos los graneros
y almacenes. El margrave Luis quería a su esposa con delirio, pero no pudo
resistir, sin duda, el acoso de sus intendentes y les pidió una prueba de su
acusación.
- Espera un poco -le dijeron- y verás salir a la
señora con la faltriquera llena.
Efectivamente, poco tuvo que esperar el duque para
ver a su mujer que salía, como a hurtadillas, de palacio cerrando
cautelosamente la puerta. Violentamente la detuvo y la preguntó con dureza: --
¿Qué llevas en la falda?
-- Nada..., son rosas -contestó Isabel tratando de
disculparse, sin recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el delantal, rosas eran y no
mendrugos de pan lo que Isabel llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de
la palabra de su sierva.
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