Se celebra en la Iglesia
Latina y en varias Iglesias Orientales el 25 de noviembre y que durante casi seis siglos
fue objeto de una devoción muy popular.
De noble origen y versada en las ciencias,
cuando tenía sólo 18 años, se presentó ante el emperador Maximino,
que perseguía violentamente a los cristianos, y le recriminó su crueldad intentando demostrar
cuán inicua era la adoración de los dioses falsos.
Asombrado por la audacia de la joven, pero incapaz de competir con ella
en sabiduría, el tirano la detuvo en su mismo palacio y llamó a numerosos
sabios a los que ordenó que usaran toda su capacidad y razonamientos falsos de
manera que Catalina apostatara; pero ella quedó victoriosa en el debate.
Algunos de sus adversarios, conquistados por su elocuencia, se
declararon cristianos y fueron ejecutados. Furioso por no haber conseguido su propósito,
Maximino la mandó azotar y después la encarceló.
Mientras tanto, la emperatriz deseosa de ver a una mujer tan extraordinaria se acercó a visitarla a las
mazmorras, acompañada de Porfirio, jefe de las tropas, y ambos cedieron a las
exhortaciones de Catalina, creyeron, se bautizaron y ganaron inmediatamente la corona de los mártires.
Poco después la santa,
que lejos de flaquear en su fe, conseguía muchas conversiones, fue condenada a morir en la rueda, pero al
tocarla, el instrumento de tortura se destruyó milagrosamente. Enfadado y fuera de control, el emperador la mandó
a decapitar. Unos ángeles trasladaron su cabeza al Monte Sinaí donde más tarde se construyó un monasterio e iglesia en su honor. Hasta aquí las Actas de Santa Catalina.
Desafortunadamente no se conservan estas actas en su forma original,
sino transformadas y distorsionadas con descripciones difusas y fantásticas
debidas a la imaginación de narradores, a quienes les importaba menos hacer
constar los hechos auténticos que agradar a los lectores con sus relatos
maravillosos. La importancia que se dio a lo largo de la Edad Media a la leyenda de este martirio explica el interés y
cuidado con el que en tiempos modernos se han
examinado y estudiado los textos antiguos griegos, árabes y latinos que lo
refieren, y sobre el que los críticos han manifestado hace tiempo sus
opiniones, de las que probablemente no tengan que desdecirse. Hace varios
siglos, cuando la devoción a los santos era estimulada por la lectura de
extraordinarias narraciones hagiográficas, cuyo valor histórico nadie estaba cualificado para
cuestionar, los pueblos católicos invistieron a Santa Catalina con un halo de encantadora
poesía y poder milagroso.
Clasificada con Santa
Margarita y Santa Bárbara como uno de los catorce santos más útiles en el cielo, fue continuamente alabada por los predicadores y
cantada por los poetas. Es bien sabido que Bossuet le dedicó uno de sus más hermosos panegíricos y que Adán de San Víctor escribió un magnífico poema en su honor: “Vox Sonora nostri chori”, etc. En muchos lugares
su fiesta se celebraba con la mayor solemnidad, se prohibía el trabajo servil, y un gran número de personas asistían a las devociones.
En varias diócesis de Francia se observaba como día de fiesta de obligación hasta principios del siglo XVII, y el esplendor de
su ceremonial eclipsaba al
de las fiestas de algunos de los Apóstoles. Muchas capillas se pusieron bajo su patrocinio y su estatua se encontraba en casi todas las iglesias
representándola, según la iconografía medieval, con una rueda, su instrumento de tortura.
Mientras que, debido a varias circunstancias de su vida, San Nicolás de Mira se consideraba patrón de los jóvenes bachilleres y
estudiantes, Santa Catalina se convirtió en patrona de doncellas y estudiantes femeninas. Considerada
como la más santa e ilustre de las
vírgenes de Cristo, resultaba natural que
ella, entre todas, fuera la encargada de proteger a las vírgenes de los claustros y a las jóvenes solteras en el mundo.
Al ser la rueda de tortura el emblema de la santa, los carreteros y
mecánicos se colocaron bajo su protección.
Finalmente, según la tradición, no solo permaneció virgen dominando sus pasiones y conquistó a sus verdugos al agotarles su
paciencia, sino que triunfó con su ciencia haciendo callar a los sofistas, su intercesión fue implorada por teólogos, apologistas, predicadores del púlpito y filósofos.
Antes de estudiar, escribir o predicar, le rogaban que iluminara sus mentes,
guiara su pluma e impartiera elocuencia a sus palabras. Esta devoción a Santa
Catalina que tomó tan vastas proporciones en Europa después
de las Cruzadas, recibió brillo
adicional en Francia a principios del
siglo XV cuando se rumoraba que se había aparecido a Santa Juana de Arco, junto
con Santa Margarita, había sido designada por voluntad divina consejera de Santa Juana de Arco.
Aunque lo hagiógrafos contemporáneos consideran más que dudosa la autenticidad de los varios textos que contienen
la leyenda de Santa Catalina, nadie pone en duda la existencia de la santa. La conclusión a la que se ha llegado
tras analizar esos textos es que los hechos principales han de ser aceptados
como verdaderos, y se debe rechazar como puras y simples
invenciones la multitud de detalles que casi oscurecen esos hechos, la mayor
parte de las narraciones maravillosas con las que se embellecen y los largos
discursos que se ponen en boca de Santa Catalina.
Un ejemplo lo ilustrará muy bien: aunque todos estos textos mencionan el
traslado milagroso del cuerpo de la santa al Monte Sinaí, los itinerarios de los antiguos peregrinos que visitaron el Sinaí no hacen ni la más ligera
alusión al respecto. Ya en el siglo XVIII Dom Deforis, el benedictino que preparó una edición de las obras de Bossuet,
declaró que la tradición seguida por este orador en su panegírico de la santa
era en gran medida falsa y fue precisamente
por entonces cuando la fiesta de Santa Catalina desapareció del Breviario de París.
Desde entonces la devoción a la virgen de Alejandría ha perdido toda su antigua popularidad.
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