Clara nació en Asís,
Italia, en 1193. Su padre, Favarone Offeduccio, era un caballero rico y
poderoso. Su madre, Ortolana, descendiente de familia noble y feudal, era una
mujer muy cristiana, de ardiente piedad y de gran celo por el Señor.
Desde sus primeros años Clara se vio dotada de
innumerables virtudes y aunque su ambiente familiar pedía otra cosa de ella,
siempre desde pequeña fue asidua a la oración y mortificación. Siempre mostró
gran desagrado por las cosas del mundo y gran amor y deseo por crecer
cada día en su vida espiritual.
Ya en ese entonces se oía de los Hermanos Menores,
como se les llamaba a los seguidores de San Francisco. Clara sentía gran
compasión y gran amor por ellos, aunque tenía prohibido verles y hablarles.
Ella cuidaba de ellos y les proveía enviando a una de las criadas. Le
llamaba mucho la atención como los frailes gastaban su tiempo y sus energías
cuidando a los leprosos. Todo lo que ellos eran y hacían le llamaba
mucho la atención y se sentía unida de corazón a ellos y a su visión.
Su llamada y su encuentro con San Francisco. Cofundadora de la orden
La conversión de Clara hacia la vida de plena
santidad se efectuó al oír un sermón de San Francisco
de Asís. En 1210, cuando ella tenía 18 años, San Francisco predicó
en la catedral de Asís los sermones de cuaresma e insistió en que para tener
plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas y
bienes materiales. Al oír las palabras: "este es el tiempo favorable... es
el momento... ha llegado el tiempo de dirigirme hacia El que me habla al
corazón desde hace tiempo... es el tiempo de optar, de escoger…" sintió
una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior.
Durante todo el día y la noche, meditó en aquellas
palabras que habían calado lo más profundo de su corazón. Tomó esa misma noche
la decisión de comunicárselo a Francisco y de no dejar que ningún obstáculo la
detuviera en responder al llamado del Señor, depositando en El toda su fuerza y
entereza.
Cuando su corazón comprendió la amargura, el odio,
la enemistad y la codicia que movía a los hombres a la guerra comprendió que
esta forma de vida eran como la espada afilada que un día traspasó el corazón
de Jesús. No quiso tener nada que ver con eso, no quiso otro señor mas que el
que dio la vida por todos, aquel que se entrega pobremente en la Eucaristía
para alimentarnos diariamente. El que en la oscuridad es la Luz y que todo lo
cambia y todo lo puede, aquel que es puro Amor. Renace en ella un ardiente amor
y un deseo de entregarse a Dios de una manera total y radical.
Clara sabía que el hecho de tomar esta
determinación de seguir a Cristo y sobre todo de entregar su vida a la visión
revelada a Francisco, iba a ser causa de gran oposición familiar, pues el solo
hecho de la presencia de los Hermanos Menores en Asís estaba ya cuestionando la
tradicional forma de vida y las costumbres que mantenían intocables los
estratos sociales y sus privilegios. A los pobres les daba una esperanza de
encontrar su dignidad, mientras que los ricos comprendían que el Evangelio bien
vivido exponía por contraste sus egoísmos a la luz del día. Para Clara el reto
era muy grande. Siendo la primera mujer en seguirle, su vinculación con
Francisco podía ser mal entendida.
Santa Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo de
1212, un Domingo de Ramos, empezando así la gran aventura de su vocación. Se
sobrepuso a los obstáculos y al miedo para darle una respuesta concreta al
llamado que el Señor había puesto en su corazón. Llega a la humilde Capilla de
la Porciúncula donde la esperaban Francisco y los demás Hermanos Menores y se
consagra al Señor por manos de Francisco.
Empiezan las renuncias
De rodillas ante San Francisco, hizo Clara la
promesa de renunciar a las riquezas y comodidades del mundo y de dedicarse a
una vida de oración, pobreza y penitencia. El santo, como primer paso, tomó
unas tijeras y le cortó su larga y hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza
un sencillo manto, y la envió a donde unas religiosas que vivían por allí
cerca, a que se fuera preparando para ser una santa religiosa.
Para Santa Clara la humildad es pobreza de espíritu
y esta pobreza se convierte en obediencia, en servicio y en deseos de darse sin
límites a los demás.
Días más tardes fue trasladada temporalmente, por
seguridad, a las monjas Benedictinas, ya que su padre, al darse cuenta de su
fuga, sale furioso en su búsqueda con la determinación de llevársela de vuelta
al palacio. Pero la firme convicción de Clara, a pesar de sus cortos años de
edad, obligan finalmente al Caballero Offeduccio a dejarla. Días más tardes,
San Francisco, preocupado por su seguridad dispone trasladarla a otro
monasterio de Benedictinas situado en San Ángelo. Allí la sigue su hermana
Inés, quien fue una de las mayores colaboradoras en la expansión de la Orden y
la hija, si se puede decir así predilecta de Santa Clara. Le sigue también su
prima Pacífica.
San Francisco les reconstruye la capilla de San Damián,
lugar donde el Señor había hablado a su corazón diciéndole, "Reconstruye
mi Iglesia". Esas palabras del Señor habían llegado a lo más
profundo de su ser y lo llevó al más grande anonadamiento y abandono en el
Señor. Gracias a esa respuesta de amor, de su gran "Si"
al Señor, había dado vida a una gran obra, que hoy vemos y conocemos como la
Comunidad Franciscana, de la cual Santa Clara se inspiraría y formaría parte
crucial, siendo cofundadora con San Francisco en la Orden de las Clarisas.
Cuando se trasladan las primeras Clarisas a San
Damián, San Francisco pone al frente de la comunidad, como guía de Las Damas
Pobres a Santa Clara. Al principio le costó aceptarlo
pues por su gran humildad deseaba ser la última y ser la servidora, esclava de
las esclavas del Señor. Pero acepta y con verdadero temor asume la
carga que se le impone, entiende que es el medio de renunciar a su libertad y
ser verdaderamente esclava. Así se convierte en la madre amorosa de sus hijas
espirituales, siendo fiel custodia y prodigiosa sanadora de las enfermas.
Desde que fue nombrada Madre de la Orden, ella
quiso ser ejemplo vivo de la visión que trasmitía, pidiendo siempre a sus hijas
que todo lo que el Señor había revelado para la Orden se viviera en plenitud.
Siempre atenta a la necesidades de cada una de sus
hijas y revelando su ternura y su atención de Madre, son recuerdos que aún
después de tanto tiempo prevalecen y son el tesoro mas rico de las que hoy son
sus hijas, Las Clarisas Pobres.
Sta. Clara acostumbraba tomar los trabajos mas
difíciles, y servir hasta en lo mínimo a cada una. Pendiente de los detalles
más pequeños y siendo testimonio de ese corazón de madre y de esa verdadera
respuesta al llamado y responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos.
Por el testimonio de las mismas hermanas que
convivieron con ella se sabe que muchas veces, cuando hacía mucho frío, se
levantaba a abrigar a sus hijas y a las que eran mas delicadas les cedía su
manta. A pesar de ello, Clara lloraba por sentir que no mortificaba suficiente
su cuerpo.
Cuando hacía falta pan para sus hijas, ayunaba
sonriente y si el sayal de alguna de las hermanas lucía más viejo ella lo
cambiaba dándole el de ella. Su vida entera fue una completa dádiva de amor al
servicio y a la mortificación. Su gran amor al Señor es un ejemplo que debe
calar nuestros corazones, su gran firmeza y decisión por cumplir verdaderamente
la voluntad de Dios para ella.
Tenía gran entusiasmo al ejercer toda clase de
sacrificios y penitencias. Su gozo al sufrir por Cristo era algo muy evidente y
es, precisamente esto, lo que la llevó a ser Santa Clara. Este fue el mayor
ejemplo que dio a sus hijas.
La humildad brilló grandemente en Santa Clara y una
de las más grandes pruebas de su humildad fue su forma de vida en el convento,
siempre sirviendo con sus enseñanzas, sus cuidados, su protección y su
corrección. La responsabilidad que el Señor había puesto en sus manos no la
utilizó para imponer o para simplemente mandar en el nombre del Señor. Lo que
ella mandaba a sus hijas lo cumplía primero ella misma con toda perfección. Se
exigía mas de lo que pedía a sus hermanas.
Hacía los trabajos más costosos y daba amor y
protección a cada una de sus hijas. Buscaba como lavarle los pies a las que
llegaban cansadas de mendigar el sustento diario. Lavaba a las enfermas y no
había trabajo que ella despreciara pues todo lo hacía con sumo amor y con
suprema humildad.
"En una ocasión, después de haberle lavado los
pies a una de las hermanas, quiso besarlos. La hermana, resistiendo aquel acto
de su fundadora, retiró el pie y accidentalmente golpeó el rostro a Clara. Pese
al moretón y la sangre que había salido de su nariz, volvió a tomar con ternura
el pie de la hermana y lo besó."
Con su gran pobreza manifestaba su anhelo de no
poseer nada mas que al Señor. Y esto lo exigía a todas sus hijas. Para ella la
Santa Pobreza era la reina de la casa. Rechazó toda posesión y renta, y su
mayor anhelo era alcanzar de los Papas el privilegio de la pobreza, que por fin
fue otorgado por el Papa Inocencio III.
Para Santa Clara la pobreza era el camino en donde
uno podía alcanzar más perfectamente esa unión con Cristo. Este amor por la
pobreza nacía de la visión de Cristo pobre, de Cristo Redentor y Rey del mundo,
nacido en el pesebre. Aquel que es el Rey y, sin embargo, no tuvo nada ni
exigió nada terrenal para si y cuya única posesión era vivir la voluntad del
Padre. La pobreza alcanzada en el pesebre y llevada a su culmen en la Cruz.
Cristo pobre cuyo único deseo fue obedecer y amar.
La vida de Sta. Clara fue una constante lucha por
despegarse de todo aquello que la apartaba del Amor y todo lo que le limitara
su corazón de tener como único y gran amor al Señor y el deseo por la salvación
de las almas.
La pobreza la conducía a un verdadero abandono en
la Providencia de Dios. Ella, al igual que San Francisco, veía en la pobreza
ese deseo de imitación total a Jesucristo. No como una gran exigencia opresiva
sino como la manera y forma de vida que el Señor les pedía y la manera de mejor
proyectar al mundo la verdadera imagen de Cristo y Su Evangelio.
Siguiendo las enseñanzas y ejemplos de su maestro
San Francisco, quiso Santa Clara que sus conventos no tuvieran riquezas ni
rentas de ninguna clase. Y, aunque muchas veces le ofrecieran regalos de bienes
para asegurar el futuro de sus religiosas, no los quiso aceptar. Al Sumo
Pontífice que le ofrecía unas rentas para su convento le escribió: "Santo
padre: le suplico que me absuelva y me libere de todos mis pecados, pero no me
absuelva ni me libre de la obligación que tengo de ser pobre como lo fue
Jesucristo". A quienes le decían que había que pensar en el futuro, les
respondía con aquellas palabras de Jesús: "Mi Padre celestial que alimenta
a las avecillas del campo, nos sabrá alimentar también a nosotros".
Mortificación de su cuerpo
Si hay algo que sobresale en la vida de Santa Clara
es su gran mortificación. Utilizaba debajo de su túnica, como prenda íntima, un
áspero trozo de cuero de cerdo o de caballo. Su lecho era una cama compuesta de
sarmientos cubiertos con paja, la que se vio obligada a cambiar por obediencia
a Francisco, debido a su enfermedad.
Los ayunos. Siempre vivió una vida austera y comía
tan poco que sorprendía hasta a sus propias hermanas. No se explicaban como
podía sostener su cuerpo. Durante el tiempo de cuaresma, pasaba días sin probar
bocado y los demás días los pasaba a pan y agua. Era exigente con ella misma y
todo lo hacía llena de amor, regocijo y de una entrega total al amor que la
consumía interiormente y su gran anhelo de vivir, servir y desear solamente a
su amado Jesús.
Por su gran severidad en los ayunos, sus hermanas,
preocupadas por su salud, informaron a San Francisco quien intervino con el
Obispo ordenándole a comer, cuando menos diariamente, un pedazo de pan que no
fuese menos de una onza y media.
La vida de Oración
Para Santa Clara la oración era la alegría, la
vida; la fuente y manantial de todas las gracias, tanto para ella como para el
mundo entero. La oración es el fin en la vida Religiosa y su profesión.
Ella acostumbraba pasar varias horas de la noche en
oración para abrir su corazón al Señor y recoger en su silencio las palabras de
amor del Señor. Muchas veces, en su tiempo de oración, se le podía encontrar
cubierta de lágrimas al sentir el gran gozo de la adoración y de la presencia
del Señor en la Eucaristía, o quizás movida por un gran dolor por los pecados,
olvidos y por las ingratitudes propias y de los hombres.
Se postraba rostro en tierra ante el Señor y, al
meditar la pasión las lágrimas brotaban de lo mas íntimo de su corazón. Muchas
veces el silencio y soledad de su oración se vieron invadidos de grandes
perturbaciones del demonio. Pero sus hermanas dan testimonio de que, cuando
Clara salía del oratorio, su semblante irradiaba felicidad y sus palabras eran
tan ardientes que movían y despertaban en ellas ese ardiente celo y encendido
amor por el Señor.
Hizo fuertes sacrificios los cuarenta y dos años de
su vida consagrada. Cuando le preguntaban si no se excedía, ella contestaba:
Estos excesos son necesarios para la redención, "Sin el derramamiento de
la Sangre de Jesús en la Cruz no habría Salvación". Ella añadía: "Hay
unos que no rezan ni se sacrifican; hay muchos que sólo viven para la idolatría
de los sentidos. Ha de haber compensación. Alguien debe rezar y sacrificarse
por los que no lo hacen. Si no se estableciera ese equilibrio espiritual la
tierra sería destrozada por el maligno". Santa Clara aportó de una manera
generosa a este equilibrio.
Milagros de Santa Clara
La Eucaristía ante los sarracenos
En 1241 los sarracenos atacaron la ciudad de Asís.
Cuando se acercaban a atacar el convento que está en la falda de la loma, en el
exterior de las murallas de Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y
Santa Clara que era extraordinariamente devota al Santísimo Sacramento, tomó en
sus manos la custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los
atacantes. Ellos experimentaron en ese momento tan terrible oleada de terror
que huyeron despavoridos.
En otra ocasión los enemigos atacaban a la ciudad
de Asís y querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el
Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.
El milagro de la multiplicación
de los panes
Cuando solo tenían un pan para que comieran
cincuenta hermanas, Santa Clara lo bendijo y, rezando todas un Padre Nuestro,
partió el pan y envió la mitad a los hermanos menores y la otra mitad se la
repartió a las hermanas. Aquel pan se multiplicó, dando a basto para que todas
comieran. Santa Clara dijo: "Aquel que multiplica el pan en la Eucaristía,
el gran misterio de fe, ¿acaso le faltará poder para abastecer de pan a sus
esposas pobres?"
En una de las visitas del Papa al Convento, dándose
las doce del día, Santa Clara invita a comer al Santo Padre pero el Papa no
accedió. Entonces ella le pide que por favor bendiga los panes para que queden
de recuerdo, pero el Papa respondió: "quiero que seas tu la que bendigas
estos panes". Santa Clara le dice que sería como un irrespeto muy grande
de su parte hacer eso delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le
ordena bajo el voto de obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo
los panes haciéndole la señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa
sobre todos los panes.
Larga agonía
Santa Clara estuvo enferma 27 años en el convento
de San Damián, soportando todos los sufrimientos de su enfermedad con paciencia
heroica. En su lecho bordaba, hacía costuras y oraba sin cesar. El Sumo
Pontífice la visitó dos veces y exclamó "Ojalá yo tuviera tan poquita
necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita".
Cardenales y obispos iban a visitarla y a pedirle
sus consejos.
San Francisco ya había muerto pero tres de los
discípulos preferidos del santo, Fray Junípero, Fray Ángel y Fray León, le
leyeron a Clara la Pasión de Jesús mientras ella agonizaba. La santa repetía:
"Desde que me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro
Señor Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me
consuelan".
El 10 de agosto del año 1253 a los 60 años de edad
y 41 años de ser religiosa, y dos días después de que su regla sea aprobada por
el Papa, se fue al cielo a recibir su premio. En sus manos, estaba la regla
bendita, por la que ella dio su vida.
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