Esta fiesta recuerda la escena en que Jesús, en la
cima del monte Tabor, se apareció vestido de gloria, hablando con Moisés y
Elías ante sus tres discípulos preferidos, Pedro, Juan y Santiago. La fiesta de
la Transfiguración del Señor se venía celebrando desde muy antiguo en las
iglesias de Oriente y Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió
a toda la cristiandad para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron
en Belgrado, sobre Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y
enemigo del cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de
su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de
los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del
sacrificio. Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la
región de Cesárea de Filipo, quiso confortar su fe, pues, -como enseña Santo
Tomás- para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que
conozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza
con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es
necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso...
Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su
claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta claridad
transfigurará a los suyos”
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es
una vía que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento
habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros
la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con
una vida fácil, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto
exclusivamente en las cosas materiales... “¡Pero no es así! El cristianismo no
puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso
fuerte y grande del deber... si tratásemos de quitarle esto a nuestra vida, nos
crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos
transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” No es esa la
senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente
desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo
a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de
Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se
mostró “en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres
hombres, reflejando lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza
humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran
ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad,
que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón” la que nos
aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con
la esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino
se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará
a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que
nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que
pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en
modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de
recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo
esperado.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y
los llevó a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro
se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto
se le aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Esta visión produjo en los
Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras:
Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti,
otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba
en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge
la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía estaba
hablando cuando una nube resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube
dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en
el Tabor fue sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y
dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el
final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos
para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los
Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de
ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él
fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió
esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta
voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El
Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron
fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la
vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida
de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza
Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso
prestar fe absoluta y obediencia total” al que debemos buscar todos los días de
nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde
contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en
una eternidad sin fin?
Todavía estaba hablando, cuando una nube
resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el
Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle. ¡Tantas veces le hemos
oído en la intimidad de nuestro corazón!
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y
anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como
nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de
que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también
glorificados. Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que
se ha de manifestar en nosotros. Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos
por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la
Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en
alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos
considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones,
fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos
tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo.
Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes
bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz
cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el
Redentor de soportar el peso” Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y
lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos
hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad
grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a
quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los
primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien?
Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con
paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto
en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del
camino. Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos,
abridme otros, Señor, otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa.
¡Sea la muerte un mayor nacimiento! el comienzo de una vida sin fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario