Giovanni di Pietro Bernardone; Asís, actual Italia, 1182 - id., 1226
Religioso y místico italiano, fundador de la orden franciscana. Casi sin
proponérselo lideró San Francisco un movimiento de renovación cristiana que,
centrado en el amor a Dios, la pobreza y la alegre fraternidad, tuvo un inmenso
eco entre las clases populares e hizo de él una veneradísima personalidad en la
Edad Media. La sencillez y humildad del pobrecito de Asís, sin embargo, acabó trascendiendo su época para erigirse en
un modelo atemporal, y su figura es valorada, más allá incluso de las propias
creencias, como una de las más altas manifestaciones de la espiritualidad
cristiana.
Hijo de un rico mercader llamado
Pietro di Bernardone, Francisco de Asís era un joven mundano de cierto renombre
en su ciudad. Había ayudado desde jovencito a su padre en el comercio de paños
y puso de manifiesto sus dotes sustanciales de inteligencia y su afición a la
elegancia y a la caballería. En 1202 fue encarcelado a causa de su
participación en un altercado entre las ciudades de Asís y Perugia. Tras este
lance, en la soledad del cautiverio y luego durante la convalecencia de la
enfermedad que sufrió una vez vuelto a su tierra, sintió hondamente la
insatisfacción respecto al tipo de vida que llevaba y se inició su maduración
espiritual.
Poco después, en la primavera de
1206, tuvo San Francisco su primera visión. En el pequeño templo de San Damián,
medio abandonado y destruido, oyó ante una imagen románica de Cristo una voz
que le hablaba en el silencio de su muda y amorosa contemplación: "Ve,
Francisco, repara mi iglesia. Ya lo ves: está hecha una ruina". El joven
Francisco no vaciló: corrió a su casa paterna, tomó unos cuantos rollos de paño
del almacén y fue a venderlos a Feligno; luego entregó el dinero así obtenido
al sacerdote de San Damián para la restauración del templo.
Esta acción desató la ira de su
padre; si antes había censurado en su hijo cierta tendencia al lujo y a la
pompa, Pietro di Bernardone vio ahora en aquel donativo una ciega prodigalidad
en perjuicio del patrimonio que tantos sudores le costaba. Por ello llevó a su
hijo ante el obispo de Asís a fin de que renunciara formalmente a cualquier
herencia. La respuesta de Francisco fue despojarse de sus propias vestiduras y
restituirlas a su progenitor, renunciando con ello, por amor a Dios, a
cualquier bien terrenal.
A los veinticinco años, sin más
bienes que su pobreza, abandonó su ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde
trabajó abnegadamente en un hospital de leprosos; luego regresó a Asís y se
dedicó a restaurar con sus propios brazos, pidiendo materiales y ayuda a los
transeúntes, las iglesias de San Damián, San Pietro In Merullo y Santa María de
los Ángeles en la Porciúncula. Pese a esta actividad, aquellos años fueron de
soledad y oración; sólo aparecía ante el mundo para mendigar con los pobres y
compartir su mesa.
El 24 de febrero de 1209, en la
pequeña iglesia de la Porciúncula y mientras escuchaba la lectura del
Evangelio, Francisco escuchó una llamada que le indicaba que saliera al mundo a
hacer el bien: el eremita se convirtió en apóstol y, descalzo y sin más atavío
que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a su alrededor a toda una
corona de almas activas y devotas. Las primeras (abril de 1209) fueron Bernardo
de Quintavalle y Pedro Cattani, a los que se sumó, tocado su corazón por la
gracia, el sacerdote Silvestre; poco después llegó Egidio.
San Francisco de Asís predicaba la
pobreza como un valor y proponía un modo de vida sencillo basado en los ideales
de los Evangelios. Hay que recordar que, en aquella época, otros grupos que
propugnaban una vuelta al cristianismo primitivo habían sido declarados
heréticos, razón por la que Francisco quiso contar con la autorización
pontificia. Hacia 1210, tras recibir a Francisco y a un grupo de once
compañeros suyos, el papa Inocencio II aprobó oralmente su modelo de vida religiosa, le
concedió permiso para predicar y lo ordenó diácono.
Con el tiempo, el número de sus
adeptos fue aumentando y Francisco comenzó a formar una orden religiosa,
llamada actualmente franciscana o de los franciscanos. Además, con la
colaboración de Santa Clara, fundó la rama femenina de la orden, las Damas Pobres,
más conocidas como las clarisas. Años después, en 1221, se crearía la orden
tercera con el fin de acoger a quienes no podían abandonar sus obligaciones
familiares. Hacia 1215, la congregación franciscana se había ya extendido por
Italia, Francia y España; ese mismo año el Concilio de Letrán reconoció
canónicamente la orden, llamada entonces de los Hermanos Menores.
Por esos años trató San Francisco de
llevar la evangelización más allá de las tierras cristianas, pero diversas
circunstancias frustraron sus viajes a Siria y Marruecos; finalmente, entre
1219 y 1220, posiblemente tras un encuentro con Santo Domingo
de Guzmán, predicó en Siria y Egipto;
aunque no logró su conversión, el sultán Al-Kamil quedó tan impresionado que le
permitió visitar los Santos Lugares.
A su regreso, a petición del papa
Honorio III, compiló por escrito la regla franciscana, de la que redactó dos
versiones (una en 1221 y otra más esquemática en 1223, aprobada ese mismo año
por el papa) y entregó la dirección de la comunidad a Pedro Cattani. La
dirección de la orden franciscana no tardó en pasar a los miembros más
prácticos, como el cardenal Ugolino (el futuro papa Gregorio IX) y el hermano
Elías, y San Francisco pudo dedicarse por entero a la vida contemplativa.
Durante este retiro, San Francisco de
Asís recibió los estigmas (las heridas de Cristo en su propio cuerpo); según
testimonio del mismo santo, ello ocurrió en septiembre de 1224, tras un largo
periodo de ayuno y oración, en un peñasco junto a los ríos Tíber y Arno.
Aquejado de ceguera y fuertes padecimientos, pasó sus dos últimos años en Asís,
rodeado del fervor de sus seguidores.
Sus sufrimientos no afectaron su
profundo amor a Dios y a la Creación: precisamente entonces, hacia 1225,
compuso el maravilloso poema Cántico
de las criaturas o Cántico del hermano sol, que influyó en buena parte de la poesía
mística española posterior. San Francisco de Asís falleció el 3 de octubre de
1226. En 1228, apenas dos años después, fue canonizado por el papa Gregorio IX,
que colocó la primera piedra de la iglesia de Asís dedicada al santo. La
festividad de San Francisco de Asís se celebra el 4 de octubre.
Privadas de datos cronológicos, las
obras de San Francisco de Asís documentan, no la vida del santo, sino el
espíritu y el ideal franciscanos. Gran parte de estos escritos se ha perdido,
entre ellos muchas epístolas y la primera de las tres reglas de la orden
franciscana (compuesta en 1209 o 1210), que recibió la aprobación oral de
Inocencio III.
Sí que se conserva la llamada Regla I (en realidad segunda),
compuesta en 1221 con la colaboración, por lo que hace referencia a los textos
bíblicos, de Fray Cesario de Spira. Esta regla (llamada no sellada porque
no fue aprobada con el sello papal) consta de veintitrés capítulos, de los
cuales el último es una plegaria de acción de gracias y de súplica al Señor, y
reúne las normas, amonestaciones y exhortaciones que San Francisco dirigía a
sus cofrades, las más veces en ocasión de los capítulos de la orden.
La Regla II, en realidad tercera (y llamada sellada, puesto que recibió la
aprobación pontificia el 29 de noviembre de 1223), consta de sólo doce
capítulos y no es más que una repetición más concisa y ordenada de la
precedente, respecto a la cual no presenta (como algunos investigadores han
querido afirmar) novedades sustanciales. Es la que continúa en vigor en la
orden franciscana. En el Testamento, escrito en vísperas de su
muerte e impuesto como parte integrante de la regla, San Francisco lega a sus
compañeros de orden, como el mayor tesoro espiritual, a Madonna Pobreza.
En la primera edición completa de las
obras de San Francisco de Asís (la de Wadding), fueron diecisiete las epístolas
reputadas auténticas, pero su número se vio muy disminuido en las ediciones
críticas posteriores. La exhortación a la penitencia y a la virtud, la
importancia de la pobreza y del amor a Dios y los preceptos de la orden son
algunos de los temas recurrentes de su epistolario. Se conservan asimismo unas
pocas poesías religiosas en latín.
Otras obras destacadas son las Admoniciones, que contienen
indicaciones de San Francisco para la recta interpretación de la regla, y De religiosa habitatione in eremo,
dirigida a los frailes deseosos de llevar una vida eremítica. Las Admoniciones muestran sus ideas
morales en advertencias prácticas dadas a sus hermanos, fruto de un continuo
análisis de la propia vida interior. Fundada en el Evangelio y las Epístolas de
San Pablo, esta moral se halla centrada por completo en el primer precepto, el
del amor a Dios por sí mismo y como único bien, del que todos los demás
proceden y que se sitúa por encima de todas las cosas: quien ama al Señor de
esta forma lo posee ya interiormente en la medida en que comprende que, sin Él,
la razón de nuestra vida se hundiría en las tinieblas y la nada.
A estas obras, todas ellas de alta
significación espiritual, debe sumarse una que reviste además una gran
importancia literaria: el Cántico
de las criaturas llamado también Laudes creaturarum o Cántico del hermano Sol, redactado probablemente un año antes de
su muerte. Según refiere la leyenda, la escritura de este poema fue un don y el
remedio para su avanzada ceguera. Se trata de una plegaria a Dios, escrita en
dialecto umbrío y compuesto de 33 versos que no tienen un metro regular. La
rima repite el mismo modelo estilístico de la prosa latina medieval y de la
poesía bíblica, sobre todo el del Cantar
de los cantares.
La plegaria, cuyo ritmo lento
recuerda los rezos matutinos, es de una extraordinaria belleza. Comienza
elogiando la grandeza de Dios y continúa con la belleza y la bondad del sol y
los astros, a los que alaba como hermanos; para la humildad del hombre reclama
el perdón y la dignidad de la muerte. La maestría poética con que quedó
expresado en esta composición el ideal franciscano tuvo importantes
consecuencias literarias y religiosas. No hay que olvidar que su movimiento
espiritual estaba formado en su mayor parte por gente del pueblo que utilizaba
la lengua vulgar; los cantos de esta multitud de seguidores que recorrían
campos y villas se llamaron laudes,
y luego fueron recogidos en los laudarios o
libros de rezos de las cofradías de devotos. La influencia del poema de San
Francisco y de su literatura derivada se haría visible en la poesía ascética y
mística del Renacimiento.
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