San Vicente era un
diácono español, y su martirio se hizo tan famoso que San Agustín le dedicó
cuatro sermones y dice de él que no hay provincia donde no le celebren su
fiesta. Roma levantó tres iglesias en honor de San Vicente y el Papa San León
lo estimaba muchísimo. El poeta Prudencio compuso en honor de este mártir un
himno muy famoso.
Era diácono o ayudante
del obispo de Zaragoza, San Valerio. Diácono es el grado inmediatamente
inferior al sacerdocio. Como el obispo tenía dificultades para hablar bien,
encargaba a Vicente la predicación de la doctrina cristiana, lo cual hacía con
gran entusiasmo y consiguiendo grandes éxitos por su elocuencia y su santidad.
El
emperador Diocleciano decretó la persecución contra los cristianos, y el
gobernador Daciano hizo poner presos al obispo Valerio y a su secretario
Vicente y fueron llevados prisioneros a Valencia. No se atrevieron a juzgarlos
en Zaragoza porque allí la gente los quería mucho. En la cárcel les hicieron
sufrir mucha hambre y espantosas torturas para ver si renegaban de la religión.
Pero cuando fueron llevados ante el tribunal, Vicente habló con tan grande
entusiasmo en favor de Jesucristo, que el gobernador regañó a los carceleros
por no haberlo debilitado más con más atroces sufrimientos. Les ofrecieron
muchos regalos y premios si dejaban la religión de Cristo y se pasaban a la
religión pagana. El obispo encargó a Vicente para que hablara en nombre de los
dos, y éste dijo: "Estamos dispuestos a padecer todos los sufrimientos
posibles con tal de permanecer fieles a la religión de Nuestro Señor
Jesucristo". Entonces el perseguidor Daciano desterró al obispo y se
dedicó a hacer sufrir a Vicente las más espantosas torturas para tratar de
hacerlo abandonar su santa religión.
El
primer martirio fue un tormento llamado "el potro", que consistía en
amarrarles cables a los pies y a las manos y tirar en cuatro direcciones
distintas al mismo tiempo. Este tormento hacía que se desanimaran todos los que
no fueran muy valientes. Pero Vicente, fiel a su nombre, que también significa
"valeroso", aguantó este terrible suplicio rezando y sin dejar de
proclamar su amor a Jesucristo.
El
segundo tormento fue apalearlo. El cuerpo de Vicente quedó masacrado y envuelto
en sangre. Pero siguió declarando que no admitía más dioses que el Dios
verdadero, ni más religión sino la de Cristo. El mismo jefe de los verdugos se
quedó admirado ante el valor increíble de este mártir.
Entonces
el gobernador le pidió que ahora sí le dijera dónde estaban las Sagradas
Escrituras de los cristianos para quemarlas. Vicente dijo que prefería morir
antes que decirle este secreto.
Y vino el tercer tormento: la parrilla al rojo vivo.
Lo extendieron sobre una parrilla calientísima erizada de picos al rojo vivo.
Los verdugos echaban sal a sus heridas y esto le hacía sufrir mucho más. Y en
todo este feroz tormento, Vicente no hacía sino alabar y bendecir a Dios.
San
Agustín dice: "El que sufría era Vicente, pero el que le daba tan grande
valor era Dios. Su carne al quemarse le hacía llorar y su espíritu al sentir
que sufría por Dios, le hacía cantar". Si no hubiera sido porque Nuestro
Señor le concedió un valor extraordinario, Vicente no habría sido capaz de
aguantar tantos tormentos. Pero Dios cuando manda una pena, concede también el
valor para sobrellevarla.
El
tirano mandó que lo llevaran a un oscuro calabozo cuyo piso estaba lleno de vidrios
cortantes y que lo dejaran amarrado y de pie hasta el día siguiente para
seguirlo atormentando para ver si abandonaba la religión de Cristo. El poeta
Prudencio dice: "El calabozo era un lugar más negro que las mismas
tinieblas; un covacho que formaban las estrechas piedras de una bóveda inmunda;
era una noche eterna donde nunca penetraba la luz".
Interviene
Dios. Pero a medianoche el calabozo se llenó de luz. A Vicente se le soltaron
las cadenas. El piso se cubrió de flores. Se oyeron músicas celestiales. Y una
voz le dijo: "Ven valeroso mártir a unirte en el cielo con el grupo de los
que aman a Nuestro Señor". Al oír este hermoso mensaje, San Vicente se
murió de emoción. El carcelero se convirtió al cristianismo, y el perseguidor
lloró de rabia al día siguiente al sentirse vencido por este valeroso diácono.
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