La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que
la misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en
Occidente se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se
ha usado como nombre de persona, significa "manifestación", pues el
Señor se reveló a los paganos en la persona de los magos.
Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser
tradición antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo
año; estos acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el
bautismo de Cristo por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión
de su madre, realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista
Juan, fue motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los
occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor
del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la
antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta:
"Ya viene el Señor del universo. En sus manos está la realeza, el poder y
el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es
el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que
condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la
aceptación de la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los
magos supieron utilizar sus conocimientos-en su caso, la astronomía de su
tiempo- para descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los
hombres.
El sagrado
misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar
los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el paradero del "Rey
de los judíos". Los maestros de la ley supieron informarles que el Mesías
del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo
fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los extranjeros. Los magos,
llegados al lugar donde estaban el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso
y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el
reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su
divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).
A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la
leyenda, considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto
evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los
orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa
"sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el
título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que,
en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes
ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que
describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes
extranjeros.
La Epifanía, como lo
expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la
inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra.
Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.
Esta solemnidad
debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro,
no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los
profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo
designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo
elegido.
Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor,
construyamos desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la
tolerancia y la comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa,
o proceden de pueblos y culturas diferentes a los nuestros.
Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la
lengua, las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la
voluntad redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas
culturas están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio
propio, no a sustituirlo, pues es único, original y eterno.
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