Nace en Cartago, África, hacia el año
468.
Aprendió a hablar perfectamente
el griego y el latín y resultó ser un excelente administrador. Por eso fue
nombrado tesorero general de la provincia donde vivía. Pero alarmado ante los
peligros de pecar que hay en el mundo, y desilusionado de lo que lo material
promete y no cumple, dispuso dedicarse a la vida espiritual.
Lo conmovió profundamente el
leer un sermón que San Agustín hizo acerca del bellísimo Salmo 36 que dice:
"No envidies a los que se dedican a obrar mal, porque ellos se secarán
pronto como la hierba. Dedícate a hacer el bien y a confiar en el Señor, y El
te dará lo que pide tu corazón". Desde entonces se dedicó a leer libros
espirituales, a orar, a visitar templos y a mortificarse en el comer y en el
beber.
A los 22 años llegó a un
monasterio y pidió ser admitido como religioso. El Superior, viendo que era un
hombre de mundo y de negocios, le dijo: "Primero aprenda a vivir en el
mundo sin dedicarse a placeres prohibidos. ¿Se imagina que va a ser capaz de
pasar una vida llena de dinero y de comodidades a una vida de pobreza y de ayunos
como es la de los monjes?". Pero Fulgencio le respondió humildemente:
¿Padre: el buen Dios que me ha iluminado que me conviene hacerme religioso, no
me concederá la fuerza y el valor para soportar las penitencias de los
religiosos? Esta amable respuesta impresionó al superior, el cual lo admitió a
hacer la prueba de ser monje.
Esta noticia conmovió a toda la
ciudad. Pero la mamá se fue a la puerta del convento a gritar que Fulgencio
debía dedicarse a administrar los bienes materiales, porque para ello tenía muy
buenas cualidades. Tanto insistió aquella mujer que Fulgencio tuvo que huir de
noche e irse a un convento a otra ciudad.
El año 499 una tribu de feroces
guerreros de Numidia obligó a los religiosos a salir huyendo. Fulgencio llegó a
la ciudad de Siracusa en Sicilia, Italia. Luego llegó a Roma y allí al ver las
impresionantes ceremonias llenas de tanta solemnidad exclamó: "Dios mío:
si aquí hay tanto esplendor, ¿Cómo será en el cielo?".
Volvió a su patria y fue
nombrado obispo de la ciudad de Ruspe en Túnez. Como obispo siguió vistiendo
pobremente y sacrificándose como un humilde monje. Siempre llevaba su traje
pobre y desteñido de religioso mortificado. Jamás comía carne. Si alguna vez
tomaba vino lo mezclaba con agua. Rezaba cada día más de 12 Salmos. Muchas
veces viajaba descalzo.
Pero las gentes admiraban su
atractiva amabilidad, y su gran humildad. Era querido y estimado por todos. E
invitaba a muchos jóvenes a irse de monjes, y para ello construyó un monasterio
cerca de la casa episcopal.
Un rey hereje expulsó a todos
los jefes de la Iglesia Católica del norte de África y los envió a la isla de
Cerdeña. Allí desterrado, Fulgencio se dedicó a escribir contra los herejes
arrianos que niegan que Jesucristo es Dios y al rey le impresionaron tanto los
escritos de este santo que le pidió que no los propagara. Le permitió volver al
África, pero allá los herejes al oír lo bien que hablaba Fulgencio en defensa
de la religión católica, pidieron que fuera desterrado otra vez.
Al salir hacia el destierro les
dijo a los católicos que lloraban: "No se afanen. Pronto volveré y ya no
me volverán a desterrar". Y así sucedió. Poco después murió el rey hereje Trasimundo
y su sucesor Hilderico permitió que todos los católicos desterrados volvieran a
su país.
La gente de Cartago África salió
en grandes multitudes a recibir a Fulgencio. Como durante el desfile se desató
un fuerte aguacero, los cristianos hicieron un toldo con sus mantos y allí
llevaron a su queridísimo obispo.
San Fulgencio predicaba tan
sumamente bien, que el obispo de Cartago, Bonifacio, decía: "No puedo
oírle predicar sin que las lágrimas se me vengan a los ojos y sin que la
emoción me llene totalmente. Bendito sea Dios que le dio tan grande sabiduría
al obispo Fulgencio. En verdad se merece el nombre que tiene, nombre que
significa el resplandeciente, el brillante".
Los últimos años sufría mucho
por varias enfermedades y exclamaba frecuentemente: "Señor: ya que me
mandas sufrimientos, envíame también la paciencia necesaria para soportarlos. Acepto
en esta vida los sufrimientos que permites que me llegue, y en cambio te pido
tu perdón y tu misericordia y la vida eterna".
Murió a los 66
años, en enero del año 533. Se había propuesto imitar en todo lo posible a San
Agustín y lo consiguió admirablemente. Tanta era la estimación que la gente
sentía por él que no le permitieron que fuera enterrado en otro sitio sino
debajo del altar mayor en la Catedral. Aún hoy día, en los libros de oraciones
de los sacerdotes hay varios sermones de San Fulgencio de Ruspe, gran sabio y
gran santo.