Nació en Brescia, Italia en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas
tenía 11 años.
Cuando ella tenía 17 años, su padre le presentó un joven diciéndole que
había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y corrió donde el
párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle que se había propuesto
permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente a obras de caridad. El
sacerdote fue donde el papá de la joven y le contó la determinación de su hija.
El señor De la Rosa aceptó casi inmediatamente la decisión de María, y la apoyó
más tarde en la realización de sus obras de caridad, aunque muchas veces le
parecían exageradas o demasiado atrevidas.
El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a
las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a
ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad.
En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los
alrededores una asociación religiosa que las enfervorizó muchísimo.
En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las
mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al
párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras. ¡Así de
cambiadas estaban en lo espiritual!
En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su
padre que se lo concedió con gran temor se fue a los hospitales a atender a los
millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha
experiencia en esas labores de enfermería, y entre las dos dieron tales
muestras de heroísmo en atender a los apestados, que la gente de la ciudad se
quedó admirada.
Después de la peste, como habían
quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y
los confió a la dirección de María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya
era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia
durante dos años, pero luego viendo que en las obras oficiales se tropieza con
muchas trabas que quitan la libertad de acción, dispuso organizar su propia
obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres.
Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas. Todo esto es
admirable en una joven que todavía no cumplía los 30 años y que era de salud
sumamente débil. Pero la gracia de Dios concede inmensa fortaleza.
La gente se admiraba al ver en esta joven apóstol unas cualidades
excepcionales. Así por ejemplo un día en que unos caballos se desbocaron y
amenazaban con enviar a un precipicio a los pasajeros de una carroza, ella se
lanzó hacia el puesto del conductor y logró dominar los enloquecidos caballos y
detenerlos. En ciertos casos muy difíciles se escuchaban de sus labios unas
respuestas tan llenas de inteligencia que proporcionaban la solución a los
problemas que parecían imposibles de arreglar. En los ratos libres se dedicaba
a leer libros de religión y llegó a poseer tan fuertes conocimientos teológicos
que los sacerdotes se admiraban al escucharla. Poseía una memoria feliz que le
permitía recordar con pasmosa precisión los nombres de las personas que habían
hablado con ella, y los problemas que le habían consultado; y esto le fue muy
útil en su apostolado.
En 1840 fue fundada en Brescia
por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los
enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las
socias se llamaban Doncellas de la Caridad.
Al principio sólo eran cuatro
jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.
Muchas personas admiraban la
obra que las Doncellas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los
más abandonados y repugnantes enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y
a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la
religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: "Espero que
no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no
hubiéramos sido perseguidas".
Fueron luego llamadas a ayudar en el hospital militar pero los médicos
y algunos militares empezaron a pedir que las echaran de allí porque con estas
religiosas no podían tener los atrevimientos que tenían con las otras
enfermeras. Pero las gentes pedían que se quedaran porque su caridad era
admirable con todos los enfermos.
Un día unos soldados atrevidos quisieron entrar al sitio donde estaban
las religiosas y las enfermeras a irrespetarlas. Santa María de la Rosa tomó un
crucifijo en sus manos y acompañada por seis religiosas que llevaban cirios
encendidos se les enfrentó prohibiéndoles en nombre de Dios penetrar en
aquellas habitaciones. Los 12 soldados vacilaron un momento, se detuvieron y se
alejaron rápidamente. El crucifijo fue guardado después con gran respeto como
una reliquia, y muchos enfermos lo besaban con gran devoción.
En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María
del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se
dejaran llevar por el "activismo", que consiste en dedicarse todo el
día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a
la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a Roma y obtuvo que
el Sumo Pontífice Pío Nono aprobara su consagración. La gente se admiraba de
que hubiera logrado en tan poco tiempo lo que otras comunidades no consiguen sino
en bastantes años. Pero ella era sumamente ágil en buscar soluciones.
Solía decir: "No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila
los días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que esta sea, de impedir
algún mal o de hacer el bien". Esta era su especialidad: día y noche
estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a algún pecador
moribundo, a intervenir para poner paz entre los que peleaban, a consolar a
quien sufría alguna pena.
Por eso Monseñor Pinzoni
exclamaba: "La vida de esta mujer es un milagro que asombra a todos. Con
una salud tan débil hace labores como de tres personas robustas".
Aunque apenas tenía 42 años, sus fuerzas ya estaban totalmente agotadas
de tanto trabajar por pobres y enfermos. El viernes santo de 1855 recobró su
salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más.
Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año
de 1855 pasó a la eternidad a recibir el premio de sus buenas obras.
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