Se llamaba Hildebrando, nombre que en alemán significa
"Espada del batallador". Al ser elegido Papa, cambió su nombre por el
de Gregorio, que significa: "el que vigila". Nació de padres muy
pobres en la provincia de Toscana en Italia. Muy joven fue llevado a Roma por
un tío suyo que era superior de un convento de esa ciudad. Y allí le costeó los
estudios, que hizo muy brillantemente, hasta el punto que uno de sus profesores
exclamó que nunca había conocido una inteligencia igual. Uno de sus profesores,
el P. Juan Gracián estimaba tanto a su discípulo, que cuando lo eligieron Papa
con el nombre de Gregorio VI, nombró a Hildebrando como secretario.
Después de la muerte del Papa Gregorio VI, Hildebrando se fue
de monje al famoso monasterio de Cluny, donde tuvo por maestros a dos grandes
santos: San Odilón y San Hugo. Ya pensaba pasar el resto de su vida como monje,
cuando al ser elegido Papa San León XI, que lo estimaba muchísimo, lo hizo irse
a Roma y lo nombró ecónomo del Vaticano, y Tesorero del Pontífice.
Y desde entonces fue el consejero de confianza de cinco Sumos
Pontífices, y el más fuerte colaborador de ellos en la tarea de reformar la
Iglesia y llevarla por el camino de la santidad y de la fidelidad al evangelio.
Durante 25 años se negó a ser Pontífice, pero a la muerte del
Papa Alejandro II, mientras Hildebrando dirigía los funerales, todo el pueblo y
muchísimos sacerdotes empezaron a gritar: "¡Hildebrando Papa, Hildebrando
Papa!" - El quiso subir a la tarima para decirles que no aceptaba, pero se
le anticipó un obispo, el cual con sus elocuentes elogios convenció a los
presentes de que por el momento no había otro mejor preparado para ser elegido
Sumo Pontífice. El pueblo se apoderó de él casi a la fuerza y lo entronizó en
el sillón reservado al Papa. Y luego los cardenales confirmaron su nombramiento
diciendo: "San Pedro ha escogido a Hildebrando para que sea Papa".
Un arzobispo le escribió diciéndole: "En ti están puestos
los ojos de todo el pueblo. El pueblo cristiano sabe los grandes combates que
has sostenido para hacer que la Iglesia vuelva a ser santa y ahora espera oír
de ti grandes cosas". Y esa esperanza no se vio frustrada.
San Gregorio se encontró con que en la Iglesia Católica había
desórdenes muy graves. Los reyes y gobernantes nombraban los obispos y párrocos
y los superiores de conventos y para estos puestos no se escogía a los más
santos sino a los que pagaban más y a los que les permitían obedecerles más
ciegamente. Y sucedió entonces que a los altos puestos de la Iglesia Católica
llegaron hombres muy indignos de tales cargos, y que tenían una conducta
verdaderamente desastrosa. Muchos de estos ya no observaban el celibato la
obligación de mantenerse solteros y conservando la virtud de la pureza y vivían
en unión libre y varios hasta se casaban públicamente. Y los gobernantes
seguían nombrando gente indigna para los cargos eclesiásticos.
Y fue aquí donde intervino Gregorio VII con mano fuerte. Empezó
destituyendo al arzobispo de Milán pues lo habían nombrado para ese cargo
porque había pagado mucho dinero, simonía se llama este pecado. Luego el Papa
reunió un Sínodo de obispos y sacerdotes en Roma y decretó cosas muy graves. Lo
primero que hizo este pontífice fue quitar a todos los gobernantes el derecho a
las investiduras, que consistía en que por el sólo hecho de que un jefe de
gobierno le diera a un hombre el anillo de obispo o el título de párroco ya el
otro quedaba investido de ese poder y podía ejercer dicho cargo. El Papa
Gregorio decretó que a los obispos los nombraba el Papa y a los párrocos, el
obispo y nadie más. Y decretó que todo el que se atreviera a nombrar a un
obispo sin haber tenido antes el permiso del Sumo Pontífice quedaba excomulgado
o sea, fuera de la Iglesia Católica y la misma pena o castigo decretó para todo
el que sin ser obispo se atreviera a nombrar a alguien de párroco.
Estos decretos produjeron una verdadera revolución de todas
partes. Todos los que habían sido nombrados obispos o párrocos superiores de
comunidades por los gobernantes civiles sintieron que iban a perder sus cargos
que les proporcionaban buenas ganancias económicas y muchos honores ante las
gentes, y protestaron fuertemente y declararon que no obedecerían al Pontífice.
Y los gobernantes civiles sí que se sintieron más, porque perdían la ocasión de
ganar mucho dinero haciendo nombramientos.
El primero en declarase en revolución contra el Papa fue el
emperador Enrique IV de Alemania que ganaba mucho dinero nombrando obispos y
párrocos. Enrique declaró que no obedecería a Gregorio VII y que se declaraba
contra sus mandatos. Pero al Papa no le temblaba la mano y decretó enseguida
que Enrique quedaba excomulgado, y envió un mensaje a los ciudadanos de
Alemania declarando que ya no les obligaba obedecer a semejante emperador. Esto
produjo un efecto fulminante. En toda la nación empezó a tramarse una
revolución contra Enrique y éste se sintió que iba a perder el poder.
Cuando Enrique IV se sintió perdido se fue como humilde
peregrino a visitar al Papa, que estaba en el castillo de Canossa, y allá,
vestido de penitente, estuvo por tres días en las puertas, entre la nieve,
suplicando que el Sumo Pontífice lo recibiera y lo perdonara. Gregorio VII
sospechaba que eso era un engaño hipócrita del emperador, para no perder su
puesto, pero fueron tantos los ruegos de sus amigos y vecinos que al fin lo
recibió, le oyó su confesión, le perdonó y le quitó la excomunión.
Y apenas
Enrique se sintió sin la excomunión se volvió a Alemania y reunió un gran
ejército y se lanzó contra Roma y se tomó la ciudad. El Papa quedó encerrado en
el Castillo de Santángelo, pero a los pocos días llegó un ejército católico al
mando de Roberto Guiscardo, lo sacó de allí y lo hizo salir de la ciudad. El
Papa tuvo que irse a refugiar al Castillo de Salerno.
Mientras los enemigos del Santo Pontífice parecían triunfar
por todas partes, a Gregorio le llegó la muerte, el 25 de mayo del año 1085.
Sus últimas palabras que se han hecho famosas fueron: "He amado la
justicia y odiado la iniquidad. Por eso muero en el destierro". Cuando él
murió parecía que sus enemigos habían quedado vencedores, pero luego las ideas
de este gran Pontífice se impusieron en toda la Iglesia Católica y ahora es
reconocido como uno de los Papas más santos que ha tenido nuestra santa
religión. Un hombre providencial que libró a la Iglesia de Cristo de ser
esclavizada por los gobernantes civiles y de ser gobernada por hombres indignos.
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