El año 320 el emperador Licinio publicó un decreto ordenando que los
cristianos que no renegaron de su religión serían condenados a muerte. Cuando
el gobernador de Sebaste en Turquía, leyó en público el decreto del emperador,
40 soldados declararon que ellos no ofrecerían incienso a los ídolos y que se
proponían ser fieles a Jesucristo hasta la muerte.
El gobernador les anunció que si no renegaban de la religión de
Cristo, sufrirían grandes tormentos y que si quemaban incienso a los ídolos
recibirían grandes premios. Pero ellos declararon valientemente que todos los
tormentos del mundo no conseguirían apartarles de la verdadera religión.
El gobernador mandó torturarlos y echarlos a un oscuro calabozo. Los
fervorosos soldados sufrieron gustosos los tormentos entonando aquellas
palabras del salmo 90: "Dice el Señor: al que se declara en mi favor lo
defenderé, lo glorificaré y con él estaré en la tribulación". La cárcel se
iluminó y oyeron que Cristo los animaba a sufrir con valentía.
El gobernador, lleno de ira, los hizo llevar a un lago helado y
echarlos en él por la noche. Y allí muy cerca hizo colocar un estanque con agua
tibia, para el que quisiera renegar de la religión se pasara del agua helada al
agua tibia. En esa noche hacía un frío espantoso.
Los mártires se animaban unos a otros diciendo: "Por esta noche
de hielo conseguiremos el día sin fin de la gloria en la eternidad feliz".
Y mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que ya que
eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también 40 los
que lograran ir con Cristo al cielo.
Y sucedió que ante el tormento del hielo uno de ellos se desanimó y se
pasó al estanque del agua tibia. Pero ese cambio le produjo enseguida la
muerte. Los otros seguían rezando y cantando himnos a Jesucristo y entonces uno
de los soldados que los custodiaban gritó: "Yo también creo en
Cristo", y fue echado al lago helado para martirizarlo.
Uno de los mártires vio que venían 40 ángeles cada uno con una corona
pero que un ángel se quedaba sin encontrar a quién darle la corona. Pero apenas
el soldado proclamó su fe en Jesús, y fue echado al hielo, el ángel se le
acercó para darle la corona del martirio. Y así fueron 40 los que volaron al
cielo, después de tres días y tres noches de estar agonizando entre el terrible
hielo del lago.
Los soldados invitaban al más jovencito de todos para que renegara de su fe y
se saliera de entre el hielo, pero la mamá del mártir le gritaba: "Hijo
mío, recuerda que si te declaras amigo de Cristo en esta tierra, Cristo se
declarará amigo tuyo en el cielo". Y el joven perseveró valientemente en
su martirio, alabando a Dios.
Las gentes recogieron después los restos de estos soldados mártires y los
conservaron con gran veneración. San Basilio decía: "Las reliquias de
estos 40 santos son como murallas que nos defienden de los enemigos del
alma".
San Gregorio cuenta que junto a los restos o reliquias de los 40 mártires la
gente obtuvo muchos milagros, y que muchísimos cristianos se animaban a
permanecer valientemente en la fe al recordar el martirio de los 40 soldados que
prefirieron perder la vida del cuerpo antes que perder la fe del alma.
Señor: que también hoy entre nuestras
fuerzas armadas haya muchos entusiastas y fervorosos militares que proclamen
valientemente su fe católica y que prefieran cualquier clase de suplicios y
hasta la muerte, con tal de conservarse fieles a Jesucristo todos los días de
su vida.
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