Cuenta
una antigua biografía suya que en su juventud fue soldado, y que en un
recorrido por Tierra Santa hallándose en Getsemaní le impresionó un cuadro que
representaba los tormentos del Infierno; así se convirtió a los grandes ideales
de perfección religiosa y se hizo monje en Gaza, donde iba a transcurrir toda
su vida.
La
historia le recuerda como un contemplativo que renuncia a la propia voluntad
para ponerse en manos de Dios y que tiene un desprendimiento ejemplar respecto
a las cosas de este mundo, sin sentir apego por nada, porque cualquier afición
a personas u objetos era para él una atadura que le impedía estar completamente
disponible en su espera del Cielo.
Se nos
dice también que ni siquiera estaba apegado a las herramientas con las que
trabajaba, y eso nos sugiere un grado último de renuncia, porque el afán de posesión
suele atrincherarse en la excusa de la necesidad de los útiles imprescindibles:
tal vez a un santo le cueste más que despreciar las riquezas, no amar la pobre
azada con la que trabaja el huerto.
San
Dositeo se nos aparece así en una desnudez heroica de asceta negándose a
apoyarse en nada humano, reducido a un manojo de ansias de vivir sólo para Dios
y entrar en su eternidad sin el menor lastre de afectos relativos a esta tierra.
Hasta en
el calendario ocupa un lugar humildísimo, de comodín, donde termina el mes de
febrero, negándose incluso una fecha inamovible en la procesión de los días;
porque él es quien rellena las veinticuatro horas supernumerarias de los años
bisiestos, como aceptando privarse del retorno anual de la fiesta de todos los
demás. Sin tener siquiera un sitio en el tiempo, porque ni eso quiere.
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