De "la santísima Lea", como la llama san Jerónimo, sólo
sabemos lo que él mismo nos dice en una especie de elogio fúnebre que incluyó
en una de sus cartas. Era una matrona romana que al enviudar - quizá joven aún
- renunció al mundo para ingresar en una comunidad religiosa de la que llegó a
ser superiora, llevando siempre una vida ejemplarísima.
Estas son las palabras insustituibles de san Jerónimo:
«De un modo tan completo se convirtió a Dios, que mereció ser cabeza
de su monasterio y madre de vírgenes; después de llevar blandas vestiduras,
mortificó su cuerpo vistiendo sacos; pasaba las noches en oración y enseñaba a
sus compañeras más con el ejemplo que con sus palabras».
«Fue tan grande su humildad y sumisión, que la que había sido señora
de tantos criados parecía ahora criada de todos; aunque tanto más era sierva de
Cristo cuanto menos era tenida por señora de hombres. Su vestido era pobre y
sin ningún esmero, comía cualquier cosa, llevaba los cabellos sin peinar, pero
todo eso de tal manera que huía en todo la ostentación».
No sabemos más de esta dama penitente, cuyo recuerdo sólo pervive en
las frases que hemos citado de san Jerónimo. La Roma en la que fue una rica
señora de alcurnia no tardaría en desaparecer asolada por los bárbaros, y Lea,
«cuya vida era tenida por todos como un desatino», llega hasta nosotros con su
áspero perfume de santidad que desafía al tiempo.
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