El
antiguo pueblo de San Geminiano, en Toscana, conserva con especial veneración
la memoria de Santa Fina, una joven cuya causa de canonización
se fundó en la perfecta resignación con que aceptó el sufrimiento corporal.
Nació
de padres que habían caído en la pobreza. La niña era bonita y tenía una
inclinación hacia la caridad. A pesar de su pobreza, guardaba la mitad de su
escaso alimento para darlo a aquellos más pobres que ella. Vivía con la mayor
humildad cosiendo, hilando durante el día, pero ocupando el tiempo de descanso
en la oración.
Parece
que su padre murió cuando era ella aun joven y por esa época fue atacada por
una serie de males. Su cabeza, manos, ojos, pies y órganos internos se
afectaron; sobrevino la parálisis, perdió su belleza. Como crucificada, a
imitación de Cristo, permaneció en la misma postura por seis años sobre un
tablón, sin moverse. Sólo su madre vivía con ella pero casi siempre
estaba ausente, trabajando o pidiendo limosna para comer. A pesar de sus
terribles sufrimientos, Fina nunca se quejó; permanecía serena y con sus ojos
fijos en el crucifijo repetía: "No son mis llagas las que me hieren, ¡Oh
Cristo!, sino las tuyas".
Un
nuevo golpe cayó sobre ella. Su madre murió repentinamente y Fina quedó
totalmente sola en la miseria. Con excepción de su fiel amiga Beldia, nadie más
la veía y únicamente dependía de las limosnas de los pobres vecinos, los cuales
muy poco se acercaban a ella a causa de sus llagas repugnantes.
Los
insectos se posaban en las llagas sobre su rostro. No los podía espantar porque
sus manos estaban inmóviles. A través de tantas calamidades, Santa Fina recibía
a quien le visitara con alegría y agradecimiento. Se consideraba la mas dichosa
de las criaturas. Experimentaba éxtasis.
Fina
había oído hablar de San Gregorio
Magno y de sus sufrimientos, y
tenía especial veneración por el. Solía orar para que el, que había sido
probado tanto por las enfermedades, intercediera a Dios a fin de que ella
tuviera paciencia en su aflicción. Ocho días antes de su muerte, cundo
yacía sola como de costumbre, San Gregorio se le apareció y le dijo:
"querida niña, en mi festividad Dios te dará descanso". Así sucedió:
el 12 de marzo de 1253 murió y los vecinos declararon que su cadáver estaba
sonriente. Al levantar su cuerpo del tablón sobre el que había permanecido
tanto tiempo, la madera podrida se encontró cubierta de violetas blancas. Toda
la ciudad asistió al entierro y se afirma que se realizaron muchos milagros por
su intercesión. Uno de ellos: Estando ya muerta, levantó su mano y,
ciñendo el brazo lesionado de su amiga Beldia, lo sanó.
Los
campesinos de San Geminiano aun llaman "flores de Santa Fina" a las
violetas blancas que florecen aproximadamente por la estación en la que se
celebra su festividad.
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