Eran
siete amigos, comerciantes de la ciudad de Florencia, Italia.
Sus nombres: Alejo,
Amadeo, Hugo, Benito, Bartolomé, Gerardino y Juan.
Pertenecían a una
asociación de devotos de la Virgen María, que había en Florencia, y poco a poco
fueron convenciéndose de que debían abandonar lo mundano y dedicarse a la vida
de santidad. Vendieron sus bienes, repartieron el dinero a los pobres y se
fueron al Monte Senario a rezar y a hacer penitencia. La idea de irse a la
montaña a santificarse, les llegó el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la
Sma. Virgen, y la pusieron en práctica el 8 de septiembre, día del nacimiento
de Nuestra Señora. Ellos se habían propuesto propagar la devoción a la Madre de
Dios y confiarle a Ella todos sus planes y sus angustias. A tan buena Madre le
encomendaron que les ayudara a convertirse de sus miserias espirituales y que
bendijera misericordiosamente sus buenos propósitos. Y dispusieron llamarse
"Siervos de María" o "Servitas".
En el
monte Senario se dedicaban a hacer muchas penitencias y mucha oración, pero un
día recibieron la visita del Sr. Cardenal delegado del Sumo Pontífice, el cual
les recomendó que no se debilitaran demasiado con penitencias excesivas, y que
más bien se dedicaran a estudiar y se hicieran ordenar sacerdotes y se pusieran
a predicar y a propagar el evangelio. Así lo hicieron, y todos se ordenaron de
sacerdotes, menos Alejo, el menor de ellos, que por humildad quiso permanecer
siempre como simple hermano, y fue el último de todos en morir.
Un Viernes Santo recibieron de la Sma. Virgen María la inspiración de adoptar
como Reglamento de su Asociación la Regla escrita por San Agustín, que por ser
muy llena de bondad y de comprensión, servía para que se pudieran adaptar a
ella los nuevos aspirantes que quisieran entrar en su comunidad. Así lo
hicieron, y pronto esta asociación religiosa se extendió de tal manera que
llegó a tener cien conventos, y sus religiosos iban por ciudades y pueblos y
campos evangelizando y enseñando a muchos con su palabra y su buen ejemplo, el
camino de la santidad. Su especialidad era una gran devoción a la Santísima
Virgen, la cual les conseguía maravillosos favores de Dios.
El más
anciano de ellos fue nombrado superior, y gobernó la comunidad por 16 años.
Después renunció por su ancianidad y pasó sus últimos años dedicado a la
oración y a la penitencia. Una mañana, mientras rezaban los salmos, acompañado
de su secretario que era San Felipe Benicio, el santo anciano recostó su cabeza
sobre el corazón del discípulo y quedó muerto plácidamente. Lo reemplazó como
superior otro de los Fundadores, Juan, el cual murió pocos años después, un
viernes, mientras predicaba a sus discípulos acerca de la Pasión del Señor.
Estaba leyendo aquellas palabras de San Lucas: "Y Jesús, lanzando un
fuerte grito, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!" El Padre Juan al decir estas palabras cerró el
evangelio, inclinó su cabeza y quedó muerto muy santamente.
Lo
reemplazó el tercero en edad, el cual, después de gobernar con mucho entusiasmo
a la comunidad y de hacerla extender por diversas regiones, murió con fama de
santo.
El
cuarto, que era Bartolomé, llevó una vida de tan angelical pureza que al morir
se sintió todo el convento lleno de un agradabilísimo perfume, y varios
religiosos vieron que de la habitación del difunto salía una luz brillante y
subía al cielo.
De los fundadores, Hugo y Gerardino, mantuvieron toda la vida entre sí una
grande y santísima amistad. Juntos se prepararon para el sacerdocio y
mutuamente se animaban y corregían. Después tuvieron que separarse para irse
cada uno a lejanas regiones a predicar. Cuando ya eran muy ancianos fueron
llamados al Monte Senario para una reunión general de todos los superiores.
Llegaron muy fatigados por su vejez y por el largo viaje. Aquella tarde
charlaron emocionados recordando sus antiguos y bellos tiempos de juventud, y
agradeciendo a Dios los inmensos beneficios que les había concedido durante
toda su vida. Rendidos de cansancio se fueron a acostar cada uno a su celda, y
en esa noche el superior, San Felipe Benicio, vio en sueños que la Virgen María
venía a la tierra a llevarse dos blanquísimas azucenas para el cielo. Al
levantarse por la mañana supo la noticia de que los dos inseparables amigos
habían amanecido muertos, y se dio cuenta de que Nuestra Señora había venido a
llevarse a estar juntos en el Paraíso Eterno a aquellos dos que tanto la habían
amado a Ella en la tierra y que en tan santa amistad habían permanecido por
años y años, amándose como dos buenísimos hermanos.
El último
en morir fue el hermano Alejo, que llegó hasta la edad de 110 años. De él dijo
uno que lo conoció: "Cuando yo llegué a la Comunidad, solamente vivía uno
de los Siete Santos Fundadores, el hermano Alejo, y de sus labios oímos la
historia de todos ellos. La vida del hermano Alejo era tan santa que servía a
todos de buen ejemplo y demostraba como debieron ser de santos los otros seis
compañeros". El hermano Alejo murió el 17 de febrero del año 1310.
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