San Juan de Ávila tuvo el privilegio de ser amigo y
consejero de seis santos: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, San Juan de
Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada.
Dicen que él es la figura más importante del clero secular español del siglo
16.
Nació en el año 1500. De una familia
muy rica, al morir sus padres repartió todos sus bienes entre los pobres y
después de tres años de oración y meditación se decidió por el sacerdocio.
Estudió filosofía y teología en la Universidad de Alcalá y allá hizo amistad
con el Padre Guerrero que fue después arzobispo de Granada y su amigo de toda
la vida.
Desde el principio de su sacerdocio
demostró una elocuencia extraordinaria. El pueblo acudía en gran número a
escuchar sus sermones donde quiera que él iba a predicar. Cada predicación la
preparaba con cuatro o más horas de oración de rodillas. A veces pasaba la
noche entera ante un crucifijo o ante el Santísimo Sacramento encomendando la
predicación que iba a hacer después a la gente. Y los resultados eran formidables.
Los pecadores se convertían a montones. A sus discípulos les decía: "Las almas se ganan con las
rodillas". A uno que le preguntaba como hacer para lograr convertir
a alguna persona en cada sermón, le dijo: "¿Y es que Ud. espera convertir
en cada sermón a alguna persona?". "No, ¡eso no!", respondió el
otro. "Pues por eso es que no los convierte", le dijo el santo,
"porque para poder obtener conversiones hay que tener fe en que sí se
conseguirán conversiones. ¡La fe
mueve montañas!."
A otro que le preguntaba cuál era la
principal cualidad para poder llegar a ser un buen predicador, le respondió: "La principal cualidad es: ¡amar mucho a
Dios!".
Pidió viajar de misionero a América
del sur, pero su amigo el Arzobispo de Granada le dijo: "Aquí en España
también hay muchos a quienes misionar y evangelizar. ¡Quédese predicando entre
nosotros!". Le obedeció y se dedicó a predicar por Andalucía, por todo el
sur de España. Y las conversiones que conseguía eran asombrosas. Su predicación
era fuerte. No prometía vida en paz a quienes querían vivir en paz con sus
pecados, pero animaba enormemente a todos los que deseaban salir de su anterior
vida de pecado. Un gran número de sacerdotes le seguía para ayudarle a confesar
y colaborarle en la catequesis de los niños y en la administración de los
sacramentos. Ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos acudían con gusto a
escucharle.
Dios le concedió a San Juan de Ávila
la cualidad especialísima de ejercer un gran ascendiente sobre los sacerdotes.
Por eso el Sumo Pontífice lo ha nombrado "Patrono de los sacerdotes
españoles". Bastaba con que lo vieran celebrar misa o le oyeran un sermón
para que los sacerdotes quedaran muy agradablemente impresionados de su modo de
obrar y predicar. Y después en sus sermones, ellos estaban allá entre el
público oyéndole con gran atención. El sabio escritor Fray Luis de Granada se
colocaba cerca de él, lápiz en mano, e iba escribiendo sus sermones. De cada
sermón del santo, sacaba el material para predicar luego diez sermones. Los
sacerdotes decían que el Padre Juan de Ávila predicaba como si estuviera oyendo
al mismo Dios.
Fue reuniendo grupos de sacerdotes y
por medio de hacerles meditar en la Pasión de Jesucristo y en la Eucaristía y
de rezar y recibir los sacramentos, los iba enfervorizando y después los
enviaba a predicar. Y los frutos que conseguía eran inmensos. Unos 30 de esos
sacerdotes se hicieron después Jesuitas. Otros colaboraron con la reforma que
San Juan de la Cruz y Santa Teresa hicieron de los padres Carmelitas y muchos
más llenaron de buenas obras las parroquias con su gran fervor.
Un día en Granada, mientras San Juan
de Ávila pronunciaba un gran sermón, de pronto se oyó en el templo un grito
fortísimo. Era San Juan de Dios que había sido antes militar y comerciante y
que ahora se convertía y empezaba una vida de santidad admirable. En adelante
San Juan de Dios tendrá siempre como consejero al Padre Juan de Ávila, a quien
atribuirá su conversión.
Los enemigos y envidiosos lo acusaron
de que su predicación era demasiado miedosa y de que se proponía hacer que las
gentes fueran demasiado espirituales. Y el santo fue llevado a la cárcel y allí
estuvo de 1532 a 1533. Aprovechó su prisión para meditar más y crecer en
santidad. Cuando se le reconoció su inocencia y fue sacado de la prisión el
pueblo lo ovacionó como a un héroe.
A muchas personas les dio dirección
espiritual por medio de cartas. Después reunió una colección de esas cartas y
las publicó con el título de "Oye hija" y fue un libro muy afamado y
que hizo gran bien a los lectores.
Su devoción a la Virgen era tan
grande que lo hacía exclamar: "Más preferiría vivir sin piel, que vivir
sin devoción a la Virgen María".
Fundó más de diez colegios y ayudaba
mucho a las universidades católicas. Su autoridad y su ascendiente eran muy
grandes en todas partes.
Sus últimos 17 años fueron de enormes
sufrimientos por su salud que era muy deficiente. En él se cumplía aquello que
dijo Jesús: "Mi Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que
produzca mayor fruto". Pero aunque sus padecimientos eran muy intensos, no
por eso dejaba de recorrer ciudades y pueblos predicando, confesando, dando
dirección espiritual y edificando a todos con su vida de gran santidad. Tres
temas le llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía, el Espíritu
Santo y la Virgen María.
Una de sus cualidades más admirables
era su gran humildad. A pesar de sus brillantes éxitos apostólicos, siempre se
creía un pobre y miserable pecador. Cuando estaba agonizante vio que un
sacerdote lo trataba con muy grande veneración y le dijo: "Padre, tráteme
como a un miserable pecador, porque eso es lo que he sido y nada más".
Cuando en su última enfermedad los
dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba:
"Dios mío, si sí te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy
bien!".
El 10 de mayo del año 1569, diciendo
"Jesús y María" murió santamente. Fue beatificado en 1894 y el Papa
Pablo VI lo declaró santo en 1970.
San Juan de Ávila: tú que con tus
sermones lograste tantas conversiones de pecadores, alcánzanos del Señor Dios,
que también nosotros nos convirtamos.
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